La casete era de color nacarado y pesaba poquísimo,
al sacudirla, su frágil estructura emitía un leve chasquido. Desde la portada
sonreía un adusto hombre trajeado con los brazos cruzados. Daba la impresión de
sentirse muy seguro del orden que transmitía, del sistema de valores que
representaba, del estado de las cosas. “Versiones originales”, se podía leer en
la parte baja de la carátula. Era la primera de una pila de casetes poco a poco
dominada por el polvo. La cinta envuelta en pasado dormía apacible, casi nueva,
pero envejeciendo inexorablemente; quieta, rodeada de decenas de objetos de
esos que quedan atrás y permanecen quietos hasta que alguien por fin se decide
a tirarlos. Era la representante principal de un ordenado montón de tiempo
fenecido.
Las canciones
en la radio se sucedían veloces, contundentes; zarpazos que iban erizando la
imaginación y depositándose en la memoria. Temas cortos, urgentes, tan
desesperados como descacharrantes; cuchillos en el aire que desaparecían hasta
que les daba por volver. Una conversación casual con los amigos del cole le
ofreció la solución para retenerlos. Al volver por la tarde a casa tomó sin
pensar la cinta del hombre trajeado y tapó con papel celo las aberturas que le
habían explicado, escondió la carátula y, con los nervios, hizo trizas la
portada. El traje y la cara sonriente acabaron en el cubo de la basura convertidos
en mil pedazos. El programa comenzó y con él las canciones. Cuando desaparecía
la voz del locutor quitaba la pausa y los botones de “rec” y “play” actuaban. Para
no molestar en la madrugada, escuchaba casi al mismo volumen la canción y el
rumor de la maquinaria trabajosa, discreta y obsesiva del viejo reproductor,
que soltaba y recogía la cinta, manteniendo el tenso equilibrio que hace brotar
y conservar el sonido.
Casi todas las canciones se grababan ya empezadas y
terminaban abruptamente al primer atisbo de fundido o de leve carraspeo del locutor.
Los temas se iban acumulando sin pausa, parecían surgir unos de otros, y el
final de la primera cara le pilló por sorpresa: apenas se habían registrado
quince segundos del tema en cuestión. Toda la extensión de la cinta debía
quedar grabada. La permanencia de un solo segundo del sonido original hubiese
desvirtuado todo. Mientras avanzaba, anotaba trabajosamente los datos en un
folio. Los de los grupos extranjeros (todos anglosajones) por su sonoridad
(Estuyis), los españoles con toda su información. El papel así garabateado,
incompleto y plagado de signos de interrogación, acabó arrugado entre las
páginas del libro de matemáticas. La casete aún mantenía su apariencia
original, salvo por el celo, cuando ya estaba llena de sonidos distintos, experimentos
descarados, velocidad, contundencia, vértigo. Descansaba con falsa inocencia en
su caja marrón original, que aún olía a polvo y silencio. Minutos ante de
mostrarla al mundo en el recreo, se decidió a cambiar su aspecto. La pintó con rotulador negro y boli.
Confeccionó con prisas una carátula de papel cuadriculado y le pintó una a
mayúscula en el centro con el rotulador, rodeándola de un círculo. Y así se
fue, pensando que llevaba en el bolsillo trasero de su pantalón el encuentro
único de un montón de músicos furiosos que ya llevaban tiempo golpeando su
puerta.
La casete era un misterio. Cuando se la prestaron no
tenía carátula, y estaba toda pintada de negro, un negro gastado, pintarrajeado,
mate. Además, alguien había tratado de escribir algo con una aguja, o eso
parecía. El que se la había prestado la había recibido de su hermana mayor, y
no mostraba demasiado interés en su “sonido chatarrero”. No conocía a casi
ningún grupo, pero la escuchaba a diario, siempre entera antes de irse a
dormir. Duraba poco más de treinta minutos. Poco a poco, fue anotando
cuidadosamente en un folio los títulos de las canciones que iba localizando a
través de discos que se compraba o le prestaban; o que encontraba en casetes
mejor documentadas que caían en sus manos. Fue completando un mapa sonoro que
definía perfectamente una parte de su ser, desentrañando un misterio, conformándose
como persona sin saberlo. Apuntalando conceptos estéticos, principios vitales,
construyendo la base de algo que crecería con el tiempo. Incluso averiguó la procedencia de aquellos quince segundos de
la primera cara (“Baby talk” de Johnny Thunders). Mientras, el viejo montón de
casetes, seguía perfectamente colocado, vencido por el polvo, encajonado en un
orden mudo, en una casa cerrada.
* Dedicado a la memoria de mi amigo Francisco Vallejo.
* Dedicado a la memoria de mi amigo Francisco Vallejo.
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