La población situada en la parte de España (o Estado, como dicen otros) en la que paso mis días, ha recibido, para sorpresa de toda la gente de a pie, una visita Real. El Príncipe y la Princesa han venido a botar una fragata del ejército a nuestro puerto, el mismo que semanas atrás un grupo de promotores sugirió convertir en puerto deportivo para que pudiésemos ser el Nuevo Caribe. Casi prefiero una fragata, así, atracada solitaria en el crepúsculo hasta la oxidación. La gente común (me refiero a la que reconoce serlo) se ha mostrado ilusionada con la visita, aunque siempre con la gruesa pátina hispánica de dedicar maledicencias y acompasados movimientos de cabeza a lo bien que vive la familia real. Los cotilleos sobre la presencia dos semanas atrás de policía secreta o de la agitada vida social de la Jefa de Protocolo, han animado los cafés mañaneros y las sempiternas colas de los bancos, que aún no se sienten preparados para dejarnos realizar nuestras gestiones gratuitamente por internet. Creo que necesitan tiempo.
Los sentimientos encontrados frente a la Monarquía salen a la superficie como delfines juguetones: la Derecha parece retozar, pero disimula y la Izquierda Entre Algodones se postula en contra (imaginándose lejos de la vulgaridad imperante durante unos días) y, así, muchos revisten su ideología del brillo fugaz que da reverdecer una certeza ante esa multitud de roma imaginación que sólo pide, pobre, que no le engañen burdamente sus ocasionales gobernantes; mientras, la Izquierda Que Suele Gobernar pone cara de póquer, enfundada en sus trajes mientras un exceso de loción de afeitar y maquillaje dificulta sus sonrisas de intelectuales triculturales. Supura provincianismo.
Estar a favor de la Monarquía como institución es realmente absurdo, de imposible explicación real. Yo, cuando alguien de algún país paradisíaco libre de tal rémora me reprocha su existencia en un lugar presuntamente moderno como España, en vez aplaudir directamente su condición de libre ciudadano, desde el fondo de las cuerdas del cuadrilátero siempre le remito a países como Reino Unido, Suecia, Dinamarca o Noruega, eso suele provocar un interesante silencio. Reminiscente del pasado, en un mundo ideal seguro que no existiría, y lo que no existiría en un mundo ideal no debe ser bueno. Las cuestiones, en nuestro caso, son básicamente si la gente común (o votante) considera que su estabilidad pasa por recuperar el espíritu de la II República o a ella de una pieza, o ve superado aquel período por los logros de éste; si esta peña (todos mirando a Marichalar) son nuestra principal carga; si hay defectos y males endémicos más enquistados y menos atractivos para la gran política en nuestro día a día que la Monarquía, o si el país está preparado para tener un presidente de la República que sea capaz de conseguir que los que no le han votado se sientan representados por él. La verdad es que no conozco a nadie que se declare abiertamente monárquico (monárquico en cualquier circunstancia), pero conozco a muchos que no ven en su desaparición sino el inicio de los problemas, algo que me produce muchísima pena. Del enfrentamiento actual en la política española lo único que saco en claro es que no queda prácticamente nada por lo que todos los partidos unirían fuerzas en cuestión de horas, por lo que parece razonable (quizá conservador, acaso cobarde, tal vez poco romántico –ya sabemos que en los experimentos henchidos de romanticismo siempre pierden los mismos-) que a la gente le guste más (en general) que sea el Rey el que hable con su homólogo de Marruecos en vez de Aznar, o con Bush en vez de Zapatero. Todos se muestran distantes con la monarquía pero el Chávez de Venezuela se hartó de dar el coñazo para que el Rey lo recibiera. Cosas de la imagen. Parece que el amigo Juan Carlos es necesario y, en caso de serlo, podría ser considerado una herramienta. Y que un personaje de sangre azul sea una herramienta necesaria para un país tan moderno como España debería mover a reflexiones más profundas.
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