22 junio 2012

BERANO

La niña escribe plácidamente en una graciosa pizarrita cuando la madre se abalanza sobre ella, gritando mientras corrige con dedos de uñas largas la palabra verano. La tiza cae al suelo y la niña llora desconsolada. La calle absorbe ese llanto sin fin y parece un poco más empinada que la semana pasada. No queda aparcamiento. Un extraño coche de grandes ruedas da vueltas alrededor de una fuente seca anunciando con desmesura una marca de bebida que nadie conseguirá olvidar. Le sigue, expectante, un tipo al volante de una vieja furgoneta, sin camiseta y con un porro en la boca. Desde las ventanas abiertas, la publicidad suena ahora a meloso reproche que sigue descargando frustración en la gente. Llega el verano a la ciudad de las miradas que siempre buscan otro verano. Llega este verano, que es coctelera llena de piedras y espejismos, y avanza con sus inmensas patas de elefante y su sinfonía de sudor y tatuajes. La realidad mira fijamente, el asfalto tiembla con el calor y las banderas de España de los balcones permanecen mudas. Un camarero enjuto coloca las decenas de mesas de plástico rojo en una terraza de humo de coches que solo él atenderá. Las familias llegan y toman asiento con la crisis en la cabeza y en los lamentos. Cigarrillos, voces que interrumpen otras voces y niños que estorban y son amenazados por un padre con pantalón pirata y perilla. El sol, en su obstinada y absurda resistencia a desaparecer, cuece soledades y miedos que se sientan en bancos que antes únicamente ocupaban conversaciones de abuelos y litros de cerveza vacíos. En la radio alguien babea suspirando por la canción del verano, que no termina de llegar. Y, mientras,  la gran mentira extiende su sombra hasta la playa.




Texto incluido en el libro de relatos de Juanfran Molina "Ciclorama".

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