03 junio 2012

ORO

Odio el oro, su impronta, su peso que siempre ha decantado desigualdades. Esa promesa cegadora, sumidero de tantas almas, cercenadora de tantas posibilidades para la razón y el entendimiento entre los seres humanos.


Odio las tiendas de compraventa de oro. El estruendoso reclamo de sus fachadas, su agresivo gesto admonitorio en plan “Nunca cierro, siempre tengo un ojo abierto. Estoy esperando que caigas y vengas a darme lo que te queda, los recuerdos, la herencia, tu último recurso, el regalo que un día te emocionó. Tengo tiempo”. Odio sus ventanillas blindadas, el olor a desesperanza y frustración que irradia su silente presencia en mitad de una calle cabizbaja que pugna por sobrevivir. Y odio, sobre todo, la sensación que me dejan en la garganta de derrota colectiva, de haber perdido un partido en casa que desde siempre hubo de estar ganado. Lamento la suerte de los pequeños negocios a los que sustituyen de un día para otro, generalmente ilusionantes proyectos de autoempleo mil veces más imaginativos y modestos, numerosos núcleos generadores de diversidad y riqueza. Algo parecido me ocurrió con aquellos añosos comercios, emboscados por la ansiedad consumista que lamina todos los matices, que caían hace pocos años sustituidos de la noche a la mañana por inmobiliarias que han demostrado una capacidad suprema para desaparecer en el más absoluto silencio, dejando un rastro de espejismo y vacío. Espero que todos estos negocios que ahora proliferan dentro de poco no sean más que una pesadilla olvidada.

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