El arzobispo, acallando los rumores sobre su padecimiento de la enfermedad de Alzheimer, tomó, tembloroso, la palabra desde el púlpito. Comenzó con ese aire melodioso y paternal de siempre; de su boca brotaban palabras que los fieles reconocían y ante las que asentían más por su rutinaria musicalidad que por su contenido. Pero poco a poco el volumen fue elevándose y el tono cambiando, volviéndose tan bronco como desesperado. Los feligreses se miraban entre carraspeos, y algunos curas empezaron a ir y venir por la catedral. Su ilustrísima hablaba y gesticulaba: “… Y no debemos permitir esa chorrada de que la fe sea algo íntimo, privado. Será una hecatombe. No podemos darles la opción de pensar ni decidir sin nosotros. ¿No veis que crecerán?, se sentirán seguros, tropezarán y se levantarán solos, encontrarán acaso la paz que sólo nosotros les prometíamos y nos abandonarán. No se volverán ateos, ni anticlericales que encienden mechas y nos acaban facilitando adhesiones; ni laicos convencidos que finalmente ceden, bautizan a sus hijos y les celebran la Primera Comunión para que no se sientan desplazados en el colegio. Es peor, serán personas libres. Con o sin fe, serán todos iguales en lo básico, observarán una ética común y su sentido moral no será arma arrojadiza. Buscarán en su interior y encontrarán, sea lo que sea, algo más valioso que nuestros sermones y, simplemente, se irán. ¿Qué haremos entonces?”.
Publicado en el nº125 de la revista de humor on line "El Estafador", dedicado a los curas.
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