28 junio 2013

LA TRAMPA

Aún recuerdo la primera vez que la sentí merodear. Hasta entonces todo había ido bastante bien en mi vida. Se podría decir que mi infancia estaba resultando feliz, ligera, rodeada de estímulos positivos: lugares, risas, amigos, juegos, etc. No creía necesitar nada más.

   Los meses anteriores a la celebración de mi primera comunión resultaron mucho más agitados de lo que yo me podía imaginar durante las aburridas tardes de catequesis. No recordaba haber visto antes a mi madre tan nerviosa e irritable. A pesar de que solo asistíamos a misa en ocasiones especiales, se mostraba muy inquieta ante “ese día tan importante para los niños”; se pasaba todo el día de aquí para allá como pollo sin cabeza, cavilando, pensando en voz alta y pegada al teléfono parloteando con sus hermanas, mis tías. Discutía con mi padre como jamás hasta entonces, y me probaba y volvía a probar el traje color crema de almirante que señalé en la tienda para alborozo general, casi más por complacerla a ella que a mí mismo; aunque he de reconocer que, poco a poco, comenzó a gustarme mucho. En mis recuerdos de esa época siempre aparezco vestido con ese traje, ya que incluso después de la ceremonia me gustaba ponérmelo y desfilar por la casa seguido por los aplausos de mis padres. Pues eso, mi progenitora medía, pespunteaba, cosía, comparaba, metía; chasqueaba la lengua y se lamentaba, siempre con alfileres entre los dientes, pugnando con mangas demasiado largas, hombreras o los dobladillos del pantalón. Realicé, a veces ante la atenta mirada de familiares y vecinas que no conocía, decenas y decenas de paseos por el pasillo que terminaban ante el espejo grande, en el que yo siempre veía reflejado lo mismo.

   Mi madre estaba orgullosa ante todo de la chaqueta, con sus detalles dorados: los galones y cordones, y el crucifijo que colgaba de ellos. Cuando me la ponía sonreía y sus manos revoloteaban a su alrededor, pendientes de arreglar cualquier nimiedad que amenazase su perfección. Le pasaba las palmas de las manos como planchándola, me colocaba bien la corbata, me apretaba los mofletes y me daba un beso enorme que casi me despeinaba.

   Surgieron acalorados debates referentes a la pertinencia del uso de guantes, relativos al color de los zapatos o a la ubicación de la raya del pelo. Fijador sí o fijador no. Corbata, corbatín o incluso pajarita. Cinturón, fajín…Yo también me sentía arrastrado por ese ambiente, al principio incomprensible, pero tan entretenido y emocionante después; tanto en casa como en el colegio, el barrio, o entre mis primos. Recababa información sobre los trajes de los otros niños y corría presto a trasladarla fielmente a mi madre, que me escuchaba sin perder detalle, disimulando al principio e interrogándome cada vez más acuciada conforme se acercaba el momento. Creo, además, que fue la primera vez que escuché hablar de dinero de forma continuada. De precios, descuentos, plazos, ofertas. La primera vez también que oí reproches acerca de determinados gastos.

   Y las fotos. El espectacular reportaje de comunión que era “un recuerdo muy especial para toda la vida del niño”. El álbum personalizado de 30x30. Las fotos de recuerdo para los invitados. Fotos sonriendo o con gesto grave o con una leve sonrisa. Fotos mirando hacia el cielo, sentado, de pie, apoyado levemente junto a un árbol o extendiendo una mano como si estuviese a punto de cazar una mariposa. Con las manos unidas por delante, una sobre otra, o sosteniendo una Biblia y un rosario; o bien colocadas a los lados, “¡no, en los bolsillos ni se te ocurra!”.

   Pasado el verano, el silencio se instaló en mi casa durante largos y desesperantes almuerzos en los que solo parecían existir los cubiertos y la tele. La primera comunión y sus deudas pesaban, entre otros gastos, y las recriminaciones retumbaban hirientes tras la pared de la habitación de mis padres. Un día, en el recreo, algunos niños que no conocía demasiado me señalaron riendo, decían algo de que yo era el del escaparate del fotógrafo. No entendía nada, así que al salir de clase me aventuré por la zona de aquel establecimiento, creo que era la primera vez que iba solo hasta tan lejos. Efectivamente, en el escaparate estaba expuesta mi foto cazando la mariposa junto a la de una niña que no me sonaba de nada. Experimenté una sensación rara, entre la vergüenza y el cosquilleo, y volví a casa. Pero la verdad es que no me sentía molesto. Además me parecía normal, había visto en el centro comercial escaparates con fotos de bodas y cosas así. Al llegar a casa a almorzar mis padres me pidieron explicaciones por mi retraso, tan inusual, estaban alarmados. Les conté lo de la foto y mi madre palideció mientras mi padre me acariciaba el pelo y guardaba más silencio. Aquella noche arreció la discusión y aparecieron el llanto desconsolado de mi madre y los gritos de mi padre, recordando que quedaba muy claro en la factura que no se aceptaba bajo ningún concepto la devolución del álbum; los golpes de frustración de mi padre sobre la pared la hicieron estremecer. Por lo visto, pasados unos meses desde las sesiones fotográficas, el fotógrafo tenía la costumbre de ir colocando en un lado generalmente vacío de su escaparate fotos de los niños cuyos padres aún no habían satisfecho la cuenta, aunque él lo negase taxativamente. Era tal el interés y morbo que esa actitud despertaba que, aunque una foto estuviese un solo día expuesta, ya corría como la pólvora por la ciudad la identidad del mal pagador.


   Al día siguiente me escabullí después de comer y volví a la tienda, ahora cerrada. Me acerqué a la puerta y dejé allí cuidadosamente, tras la reja de seguridad,  el paquete, con mi nombre escrito por fuera. Esperaba que de esa manera desaparecieran de una vez tanto mi foto como los pesares de mi familia.




Texto incluido en el libro de relatos de Juanfran Molina "Ciclorama".

26 junio 2013

MENSAJE EN UNA BOTELLA (19)


Nos encontramos ante una obra eminentemente coloquial (yo añadiría gestual), que avanza a golpe de diálogos acotados por los diferentes capítulos. Diálogos que saben ser juego de tensiones aun cuando se ofrecen exentos de gravedad (la vida simplemente es así, cada uno mira por lo suyo, lo tomas o lo dejas). Surgen de la vuelta de la esquina que es el día a día de los protagonistas, siempre entre el filo y la rutina; amodorrados, sin estridencias, basados en anécdotas, advertencias, curiosidades, consejos acerca de coches, comidas o sobre la mejor manera de tratar a las mujeres; amontonando digresiones, explicaciones no requeridas, rodeos y dobles sentidos; reflexiones inesperadas, cábalas o reproches. Están protagonizados por personajes para los que la acción es parte del trabajo y que se explican a su manera, sin impostación alguna, con ganas de charla y sin un gramo de grandilocuencia. Todo fluye natural, y así se abre y se cierra la trama, filtrándose y creciendo entre abruptas comparaciones, acidez, ironías como peñascos y frases lapidarias. Las descripciones son fieles al género negro más cortante: rápidas, fotográficas, eficaces; marcos suficientes que solo pretenden situar a lector. No te dejas llevar, simplemente estás allí, tomando café o un grasiento sándwich de queso con tipos que vienen y van, en el fondo no tan distintos de ti; que no se hacen los duros, no lo necesitan. Es más, son confiados a su manera, se permiten mostrar ingenuidad o cierta debilidad, llegado el caso. Su cotidianidad consiste en jugar constantemente con fuego, andar en asuntos susceptibles de torcerse en un segundo y buscar su suerte hasta que esté definitivamente echada. Todos se conocen y saben perfectamente que solo se trata de negocios y que cualquier cosa puede pasar en cualquier momento. Novela negra es el espacio vital que ocupan en un mundo como el suyo, en el que todo parece relativizarse un poco más rápido y girar al capricho afilado del azar y los intereses inmediatos. El asunto se va cocinando en un humor sardónico (desde el mismo título) que destila cinismo humeante. Entre los diálogos, agachado para evitar aparecer en el plano, el narrador se cuela para ponernos mínimamente en situación, nos enseña la foto, siempre bordeando ese magma candente de la historia, que vive en las conversaciones. La narración (no exenta de giros y clímax) solo se pone ágil y resolutiva en momentos concretos, cuando es necesario y la historia pide un cambio de marcha. Higgins pasea la mirada y cuela algún comentario social, tan perezoso como intencionado. Pero la conclusión final de este observador privilegiado de lo que cuenta es desalentadora y brutalmente real.


Publicada en 1.970, fue la primera novela de George V. Higgins. Habiendo trabajado durante siete años para el gobierno en la lucha contra el crimen organizado y como ayudante del fiscal (hechos que sin duda marcan de forma indeleble el descreimiento de su pluma), escribió veintiséis más, pero esta es sin duda la que le marcó, tanto a él como a un género negro que salió revitalizado y renovado para siempre. En el prólogo que acompaña esta edición, Dennis Lehane, autor de “Mystic river”, señala esta novela como un antes y un después dentro del género, al tiempo que revela que Higgins “pasó el resto de su carrera tratando de arreglar algo que no estaba roto, intentando refinar los diálogos en sus novelas posteriores con un error de cálculo fonético tal, que casi se convirtieron en una parodia de la maestría que demuestra aquí”. Unos diálogos y un humor fácilmente rastreables en las películas más señeras de Quentin Tarantino, quien no solo tomó de Higgins el nombre de uno de sus personajes más célebres.





Publicado en la web del proyecto cultural La Caja Negra.

21 junio 2013

LA PROFESORA DE RELIGIÓN


Recuerdo las clases de religión del colegio. Año tras año hubo de todo, desde maestros que se contagiaban de nuestros bostezos y mentían impunemente, pudiéndose oler a la legua lo poco que les importaba todo aquello, más allá de tratarse de un puesto de trabajo, hasta sacerdotes que venían de paisano para adaptarse mejor al medio y que mentían interesadamente, despidiendo un olor entre aséptico y agrio, un aroma a pasado insondable y confesionario vacío.

 

En medio de ambos tipos se situaba ella, con su carita de catequista. Sonreía con frecuencia, enarcaba las cejas y levantaba ocasionalmente las manos al cielo, elevando así un poco su sempiterna rebeca azul. Parecía inofensiva, casi pedagoga. Amaba los zapatos y el orden. Se ponía de puntillas y a veces daba saltitos, como si estuviese orinándose, para remachar alguna consigna. Te miraba a los ojos y atacaba tus dudas no expresadas parapetada tras una sonrisa hospitalaria. Te hacía sentir culpable para acto seguido ofrecerte silabeando la forma de redimirte. Entrelazaba tiernamente sus manos, aunque cuando se alteraba los dedos temblaban y parecían a punto de romperse unos a otros.

 

La cosa es que sus clases me interesaban. Cuando asistía los domingos a misa con mis padres apenas me enteraba de nada, y a veces incluso me dormía, pero su mensaje me llegaba mejor. Para mí la religión era, como toda tradición heredada y no elegida, un lejano sello de pertenencia, acaso un bondadoso decorado de cartón piedra pensado para rodear la frágil desnudez que nos acompaña hasta la muerte; un saloncito imaginario, aburrido, caldeado, con personas muy viejas sentadas aquí y allá susurrándote algo que no terminas de escuchar. Me gustaba la cadencia de las palabras manidas de mi profesora, que conformaban un largo cuento dulce y sin aristas; las frases hechas, que ofrecían soluciones inmediatas ante cualquier contingencia; el tono paciente y paternalista, y aquella intensificación instantánea cuando la enfadaban los periódicos, que la hacía enrojecer de ira y apretar los dientes con rechinar militante, consiguiendo que algunas palabras parecieran chispear.

 

Pero el cuento se intrincaba. Nos trataba como a niños pequeños. Nos infundía resignación. Toda la complejidad del mundo, el pesar que poco a poco iba acumulándose en nosotros conforme crecíamos, se diluían entre la levedad de sus labios de vendedora. Adoctrinaba sin recato, barría cualquier incertidumbre desde sus gafas doradas mediante razonamientos acartonados. Solo admitía la reflexión como el ejercicio autocomplaciente de girar alrededor de una única verdad con el fin abrazarse más a ella tras cada vuelta, cerrando fuertemente los ojos, percibiendo todo lo demás como sinónimo de soledad, incomprensión o intemperie. Realmente era espeluznante, más que lo que afirmaba, todo lo que negaba u obviaba. Todas las opiniones y parcelas de la vida que tachaba con tan rutinaria seguridad. Nos empujaba a pensar y sentir en una única dirección, y bordeaba cualquier obstáculo que la realidad le planteará culpando a los demás de otros males mayores y justificando lo injustificable con vanas excusas, ablandando para ello su firmeza habitual. Solo existía un camino, y la vida debía adaptarse a él, simple y llanamente. Reconocía vagamente los errores de su fe y pasaba el resto del tiempo machacando y detallando los de los demás. Criticaba ferozmente nuestro pequeño egoísmo mientras adoraba cobarde e indisimuladamente en los pasillos a los padres de alumnos más poderosos.

 

Pronto comencé a sentirme asqueado ante esa herramienta invisible de doble moral que subrepticiamente colocaban en mi mano. La clase era, cada vez más, un vacío ejercicio de falsedad e hipocresía, incapaz de ofrecer respuestas razonadas ni de formar mejores personas. No se nos ayudaba a reunir unos sólidos principios éticos desde lo que construir nuestra vida en la responsabilidad y la libertad. Solo había promesas, medias verdades, manipulación, insinuaciones, amenazas, chantajes emocionales, miedo. Un conjunto cuya misión final consistía en ser la arena que taponase nuestros oídos a otras opciones, que nos mantuviese inanes mirando el reloj el resto de nuestra existencia en espera del recreo. Se argumentaba y alentaba nuestro lugar gregario en el mundo, se achicaban nuestros horizontes. Se nos educaba, en fin, para aceptar sacrificios y encajar injusticias.

 

Cuando acabó aquel curso salí huyendo de la religión; experimenté un gran alivio y, durante un tiempo, viví en la ilusión de que jamás volvería a sentir esa sensación.
 
 
 
 
Publicado en el nº171 de la revista de humor on line "El Estafador", dedicado a las clases de religión.

14 junio 2013

SONRISITAS

Estoy en casa zapeando cualquier atisbo de mala noticia cuando recibo un mensaje en mi móvil Status6662. Es Juan, un antiguo compañero de trabajo en la empresa de telefonía. Ambos estábamos en Ventas, y a él lo despidieron hará unos tres meses. Por eso tiene mi número, claro. Últimamente se ha vuelto ecologista e “indignado” y se dedica a machacarme de vez en cuando. Pobre, a saber qué pinta tiene ahora. Esta noche le ha dado por recomendarme un documental sobre los desechos electrónicos del primer mundo que terminan en vertederos de África, “verdaderos cementerios de ciberbasura”, “el envés del progreso descerebrado”, teclea veloz. Por cierto, no soporto las sonrisitas con las que da por finalizadas sus peroratas por whatsapp.

   Cambio de canal y el documental ya ha empezado, va por la mitad. Creo que es en Ghana. Mientras me preparo la cena veo niños con cortes en los dedos revolviendo en la montaña de basura electrónica, arrancando cables, desmontando componentes de forma meticulosa y paciente. A muchos adolescentes buscadores de cobre les cuelga un cigarrillo de los labios mientras lanzan monitores contra el suelo. La voz del narrador se demora explicando la gravedad de los riesgos que corren (y que ellos seguramente obvian), debidos a su constante exposición a sustancias altamente cancerígenas. Actúan despreocupados mientras aspiran veneno y yo los observo con el mismo gesto de indiferencia. Es algo anodino, pesado, monótono. Ellos están a lo suyo y yo también. Así son las cosas. El cursi de Juan sigue mandando mensajes llenos de tópicos: “Es el reverso tenebroso de nuestra absurda carrera consumista”, “toda la basura que genera este desmesurado mundo global e interconectado”, “todos somos responsables”, “nuestra actitud nos estallará algún día en la cara”, “es obsceno”. La verdad es que quizá tenga razón. Puede que la carrera sea ciega y delirante, pero pienso que es mejor permanecer en ella usando el mejor vehículo posible. La mirada se pierde en un mar de chatarra y residuos electrónicos; datos brutales procedentes de una voz fría se mezclan con imágenes tan impactantes como habituales. Aguas estancadas y podridas, humo negro que invita a imaginar un olor agresivo, un aire irrespirable y tóxico. Los listos exportando sus problemas, en definitiva.

   Repaso en mi tablet la agenda para mañana, las visitas a empresas, los horarios de otra jornada sin final que muy bien puede tener como guinda otra andanada de mensajes apocalípticos, como hoy. Juan, rezo porque pronto te quedes sin saldo o sin conexión, gilipollas.

   Más ruiditos, otro mensajito de Juan. Lo busco pero no es él, se trata de Inma, otra compañera. Agresiva, descarada, se lleva a todos por delante. A veces me fastidia, sobre todo cuando me la juega, pero me gusta un montón. Aunque, la verdad, tampoco soporto las sonrisitas que adornan sus mensajes, en ocasiones tan aviesos. Vaya, también me recomienda el mismo documental, qué sorpresa, pero me dice que ya está terminando, me explica cómo localizarlo en You Tube y me pide que busque el minuto 32.15. “Ya verás”. Lo último que me esperaba es que Inma, una vez en zapatillas, fuese sensible a este tipo de problemática. Qué mujer más compleja.

   Corro y busco. Ahí está la imagen. Un grupo de chicos sonrientes muestran a la cámara algunos de sus hallazgos, entre los que destacan terminales un poco cascados del modelo Status6660, que nosotros introdujimos, no hace demasiado tiempo, entre nuestra clientela vendiéndolo con el latiguillo “este es el definitivo”. Otro mensaje de Inma: “¿Lo has visto?, no sabes qué gracia me ha hecho, cuántos recuerdos, Muackks”. Y se despide con una ristra de sonrisitas.



Texto incluido en el libro de relatos de Juanfran Molina "Ciclorama".

07 junio 2013

1/2 ESPERANZA


Según fuentes del todo fiables, érase una vez un mundo en el que la clonación de seres humanos no solo fue posible, sino asequible y técnicamente perfecta. Por supuesto sus patrocinadores corrieron a gritarle al planeta que era algo revolucionario y, cuando el planeta les miró con ojos hastiados, volvieron a correr para contabilizar ante los micrófonos la cantidad de puestos de trabajo (directos e indirectos) que algo así traería consigo. Todos aquellos que mostraron alguna prevención en público fueron vilipendiados y tildados de retrógrados y conservadores; empezando por la Iglesia Católica, que se opuso con uñas y dientes hasta que alguien la sentó para explicarle despacio sus ventajas.

 

Al principio la cosa fue pasto de bromas y montajes en internet, y todos se partían de la risa. Y es que la gente no creyó realmente en la envergadura de la clonación hasta que una Directiva de la Unión Europea no condicionó y limitó su número. Solo podían acceder a ella los mayores de dieciocho años, después de escribir de su puño y letra que estaban perfectamente enterados de todo el proceso y las obligaciones que conllevaba (cada cual se hacía cargo de su clon). Entonces todos comprendieron que el mal ya estaba hecho y se frotaron las manos: era verdad eso de los correos basura que ofrecían un clon obediente a bajo precio sin más trámites. A partir de ahí quien más quien menos soñó, todavía con cierto reparo, con tener un clonado secreto en alguna parte, aunque no demasiado cerca. Poder manejarlo a distancia de alguna manera. Tener poder real sobre alguien aunque fuese una prolongación de uno mismo. Ese deseo no se cumplió, al menos legalmente, ya que según un Real Decreto dictado sobre la marcha, todos debían vivir bajo el mismo techo y estar siempre localizables, siendo a veces doblemente desahuciados y explotados. Los nuevos especímenes sin certificar serían sacrificados.

 

La sociedad tendía a verlos como casi humanos; y ese casi lo hacía todo más fácil y aséptico. El Jefe de la Oposición se desgañitaba gritando, y cuando se le rompían las cuerdas vocales ponía a su clon. Clamaba contra su proliferación por el hecho de que con esta nueva situación (una persona que sale de una fábrica exactamente igual que tú, estrecha tu mano y se va contigo en el coche) se doblarían los gastos y no necesariamente los ingresos. Fue cierto, resultó que los clones consumían igual que sus originales y generaban pocos ingresos, ya que solo podían saltar a un primer plano oficialmente por muerte o enfermedad del principal rigurosamente documentadas; y que por los que sí tenían ingresos tributaban sus dueños, por lo que queda todo dicho.  

 

Con el tiempo, en internet proliferaron informaciones y vídeos que hablaban de zonas ignotas y caminos perdidos recorridos por clones que, abandonados ya mayores en las gasolineras, buscaban ateridos refugio y calor en cualquier parte. Y se rumoreaba que casi todos los muertos que tan verídicamente sangraban o saltaban por los aires en el cine o en las series de televisión eran tales. Una vez, un diario de prestigio deslizó que el Presidente del Gobierno de España era en realidad un clon, pero nadie hizo comentario alguno. Corea del Norte sacaba a la calle desfiles de clones uniformados que duraban dos días. Todo el mundo lo sabía pero nadie podía demostrarlo fehacientemente. Los casos de ubicuidad, tan espectaculares al principio, no tardaron en dejar de interesar al público. Por su parte, artistas en plena decadencia y políticos en ascenso pagaban bien a quien cediera a sus clones para asistir a conciertos, mítines o manifestaciones ciudadanas.

 

La gente deseaba clones, y con los años se convirtieron en una presencia común, desoyendo las estrictas reglas de la U.E., que nadie alcanzó a conocer nunca con exactitud. A menudo eran utilizados para labores domésticas, para hacer colas o leer la letra pequeña de los contratos, o incluso para que, ya entrenados, fuesen en lugar de ellos al banco a tratar de ser engañados en menor medida.

 

También tuvieron su uso estratégico. Los Estados y las multinacionales inundaban los medios de comunicación de clones (muchos de personas hacía años fallecidas, e incluso clones de clones) opinando de pronto al unísono en una dirección o consumiendo y recomendando un mismo tipo de producto. “Son más eficaces que la demagogia, la moda y las tendencias para atraer la atención y, sobre todo, a la hora de distraerla” confesaba una voz autorizada.

 

Pero pronto dieron problemas. El principal es que no sabían mentir bien. Veamos, cuando se ponían a ello lo hacían de una vez, claro. Pero es que esa no era la forma. La idea era soltar medias verdades, trampear sin perder la sonrisa ni la posición. No valían ni para manipular ni para tergiversar ni para difamar al sentirse acorralados. Finalmente se desaconsejó su uso en política, salvo para funciones meramente ornamentales, y no cuajaron sustituyendo a sus originales en los consejos de dirección de las empresas y en las tertulias políticas. Con principios más sólidos e ideales más puros, no eran contradictorios, por lo que cuando debían pasar a la acción tras la muerte de su original se pasaban la vida chocando contra molinos de viento. Ahí residía el fallo: no cargaban con el fardo de pequeñas miserias, frustraciones y desilusiones de toda persona común. No podían seguir su misma inercia tantas veces gris y mezquina. No llevaban su fracaso, ni su rabia, ni su resignación a cuestas. No podían actuar con esa mala leche acumulada. Al no tener maldad ni experiencia sobrevenida no resultaban nada rentables hasta que no se hacían con ese bagaje. Un clon que pasaba al primer plano era, de esta manera, masacrado por el resto de la población hasta que se volvía como ellos y comenzaba a ser provechoso. Previsibles y eficaces, hacían confluir sus mundos con los de los demás sin demasiados conflictos, no se desbordaban nunca de su cauce por arrebatos de felicidad o fatalidad. Cumplían mejor sus obligaciones y compromisos (pagaban sus impuestos con regularidad), pero cuando se pasaban seis meses en mitad del mundo se afilaban. El Estado al principio estaba encantado con ellos, pero surgió otro problema: no soportaban la incertidumbre ni la falsedad. Por eso se mostraban mucho más desconfiados frente a la inoperancia de los gobernantes. Así que, finalmente, a todos les vino bien que la realidad los domesticase aunque realmente los hiciera peores ciudadanos.

 

Los clones, creados inicialmente exactos, comenzaron a diferenciarse de su origen a medida que vivían experiencias diferentes. Los hubo que se volvían más lúcidos que sus pares, y empezaban a relacionarse entre ellos usando las redes sociales o viéndose casi en secreto cuando eran enviados cada poco tiempo en autobús a algún acto multitudinario que se había desinflado. Incluso algunos se rebelaron a sus dueños y reclamaron su libertad. El primer apoyo desinteresado lo encontraron, además de en el Jefe de la Oposición, en los programas del corazón, abiertos de par en par a su causa. Aunque pronto surgieron acusaciones de montaje entre algunos clones y sus originales. Hecho que dio lugar en algún momento, para estupor de la U.E. y silencio del Presidente del Gobierno, o de su clon, al enfrentamiento televisivo entre dos seres exactamente iguales acusándose de mentir y llorando al mismo tiempo.

 

Como consecuencia de lo anterior algo cambió. El experimento de clones emancipados que querían vivir su vida aparte de sus dueños antes de que éstos muriesen y sin tener el yugo de sustituirlos en su mismo punto social y vital, se llevó a cabo de modo espontáneo y prácticamente clandestino en distintos puntos del globo. Generalmente en pequeñas poblaciones abandonadas, recuperadas y restauradas por comunidades de clones independientes. Aquella posibilidad vital comunitaria de personas con los suficientes conocimientos y sentimientos vitales, pero no maleados por la vida fue conocida popularmente con el término “½ Esperanza”, ya que suponía el embrión de una nueva sociedad paralela sin el bagaje histórico de ruindad y prejuicios que arrastraba la original pero con su misma carga genética. Pero, tras la Conferencia Mundial de Nueva York, que contó con representantes de todos los países del mundo, inmortalizados en la histórica fotografía final en la que aparecen formando un círculo cogidos fuertemente de la mano, el movimiento fue tildado de leyenda urbana y de él nunca más se supo. Los clones subversivos fueron perseguidos y aniquilados, corriendo de parte de una comisión creada al efecto los gastos de reposición de cuantos fuesen solicitados en el plazo indicado.
 
 
 
Publicado en el nº169 de la revista de humor on line "El Estafador", dedicado a la clonación humana.

05 junio 2013

BANDERAS


Ojos tristes por encima de los cafés

se deleitan calculando un desastre

salivado con emoción y amargura.

Lamen el escalofrío

de un tiempo moribundo

que jamás fenece,

que es roña televisiva en los oídos.

Tras la llave dormita una sala de espera

a ninguna parte

desde la que saltar

bajo el viento del inquietante ondear

de una bandera

mustia como un caballo asfixiado.
 
 
 
 
Publicado en el nº96 de la revista de microliteratura digital “Sea breve, por favor”.