A pesar de que la corrupción ocupa
actualmente, según el barómetro del CIS, el segundo lugar entre las principales
preocupaciones de los españoles, lo cierto es que se puede vivir tranquilamente
con ella, ya que suele ser silenciosa y tarda en morder el bolsillo del pueblo
(no olvidemos que casi nadie piensa en términos de bolsillo común). Tanto la
corrupción como los malos usos tienen margen de sobra en nuestro acogedor sistema.
Me imagino que son algo detestable para muchos políticos y personas honestas
que trabajan en la cosa pública, pero terminan siendo perfectamente asumibles.
Cuando surge un brote de corrupción en el
seno de cualquier organización o administración pública, jamás se paran las
maquinarias, con sus miembros, dominados por el estupor y la vergüenza,
resueltos a desenmarañar lo antes posible el asunto y hacer que prevalezca,
sobre todas las cosas, la limpieza en su gestión. Aquí las alarmas saltan con
silenciador, no vaya a parecer lo que no es. Nunca se pierde la calma. Sin
cambiar el tono, se valoran los daños propios y se aborda la forma de
minimizarlos. Se enturbia, se manipula, se culpa, se miente y, llegado el caso,
se colocan como cortafuegos algunas cabezas de turco. Porque, en la política
española, la justicia es fuego que hay que mantener alejado de los intereses
generales.
Hace tiempo, en una debate televisivo,
algunos periodistas se dedicaron a preguntarle a Alberto Garzón de IU cómo encajaba el mensaje de su agrupación
(defensor absoluto de lo público, exigente y cargado de valores sociales e
igualitarios), con el hecho de gobernar en coalición en Andalucía con un partido
envuelto en un escándalo de corrupción de tan enormes proporciones y profundas
ramificaciones que ni siquiera el silencio de demasiados ha conseguido
minimizarlo. Su respuesta paseó por las ramas de siempre hasta que, ante la
lógica insistencia de sus interlocutores, se sintió obligado a soltar un
poquito de verdad: si dejaban de apoyar al PSOE podían dar lugar a unas
elecciones que auparan al PP al poder, lo cual sería mucho peor, a la vista de la
política de recortes y privatizaciones que aplica este partido actualmente allí
donde gobierna. Indistintamente de que se pueda estar o no de acuerdo con este
análisis, la idea que subyace es que la corrupción es asimilable. Se convive
con ella, a lo mejor se pasa un mal rato, sí, pero se mira para otro lado con
altura de miras y en paz, ya sabemos que el tiempo nunca deja de correr.
Desde la Junta de Andalucía se reprocha la
obsesión de muchos con el caso de los ERE: ¿qué menos que obsesionarse ante
algo tan sucio, a estas alturas, con esta situación de pobreza que nos asola? A
estribor, algunas portadas de diarios conservadores han hecho hincapié en lo
mal que nos viene para la salida de la crisis airear tanto el caso Bárcenas: ¿no debería ser al contrario?
El hecho de que sacar a la luz casos de
corrupción amenace con ser contraproducente para los intereses de los
ciudadanos y la estabilidad del sistema, es la mejor manera de reconocer países
en vías de democratización o, mejor, eternamente en vías de democratización. El
sindicalista, el miembro de un partido, no se dirigen a los jueces para
agradecerles su labor al desentrañar y esclarecer vergonzosas prácticas, y así
colaborar a la recuperación de esas organizaciones y, por ende, a la
regeneración de nuestro marco de convivencia y de la confianza mínima que debe
primar en las relaciones entre los ciudadanos y sus representantes,
independientemente de su adscripción ideológica. Lo que hacen es ponerles
trampas, tratar de ensuciar su imagen, increparles desde medios de comunicación
afines o insultarles en la calle.
La corrupción provoca más ruido que cualquier
otro desmán político; pero se trata mayormente de fuegos de artificio,
desahogo, y excitante alimento de discusiones. Está ya tan introducida en el
sistema y las conciencias que realmente solo intranquiliza al que puede ser
arrojado a los leones, que por cierto, se suelen conformar con el primer plato.
Es como venir al mundo con un gen que
nos permite comprender en cierta medida al que roba, al que defrauda, al que
ejerce el nepotismo o el amiguismo. El mensaje subliminal nos repite como un
mantra que si un partido es capaz de modernizar el país, de hacer una política
económica seria o beneficiosa para todos, o de procurar avances sociales que
integren y faciliten la vida de las personas, merece, además del reconocimiento
de los votantes en las urnas, una cierta benevolencia ante las tropelías que,
sin duda, muchos de sus cuadros van a acabar perpetrando. Siempre hay un peaje
a pagar frente a la diosa corrupción. Quizá sean esos los restos de la secular
postración española.
Una vez relaté en una red social el caso de
un profesor que hace pocos años se jactaba en mi presencia de disponer a su
antojo del material más caro de su instituto, carcajeándose de la cara de
estupor que un pardillo como yo le ponía; y que actualmente brama más que nadie
contra los recortes en cualquier foro. Recibí algunas respuestas que se
paseaban por las ramas y, entre ellas, una airada que se refería a la inoportunidad
de mi comentario. Ese es el inmenso boquete que hemos abierto a base de jugar
todos a estrategas políticos, desde la prensa a la gran mayoría de los
ciudadanos; cargando las tintas u obviando miserias e injusticias en pos de un
presunto interés más elevado. Actuando con una prudencia y un sigilo que en
muchas ocasiones no constituyen más que gestos de complicidad con el corrupto.
No ataquéis a Rajoy, estamos viendo la luz al final del túnel y el caso Bárcenas
puede dar al traste con nuestra recuperación. No vayáis contra la Junta de
Andalucía por el caso de los ERE fraudulentos. No interrumpáis su pulso
renovador, siempre refrescante, son la única esperanza contra el neoliberalismo
pepero. No critiquéis a la UGT, ¿no
veis que se trata de una jugada para amordazar a los trabajadores? No
divulguéis, ni como mera anécdota, la actitud individual de un profesor, el
enemigo es Wert. Centrémonos en lo
importante y que nada enturbie en lo más mínimo nuestra lucha. Cuando
resolvamos lo inmediato arreglaremos los otros problemas. Dejémosles con su
corrupción, de todas formas el mal ya está hecho. En cuanto cambiemos el gobierno
tomaremos medidas al respecto. Las cosas acabarán volviendo a su cauce. En
todas partes cuecen habas. Hay gente buena y mala en todos lados. Estas cosas
se superan.
En resumen: se puede convivir con la
corrupción, esa tía retirada que siempre acaba llamando al timbre. Además, siempre
hay cosas peores.