19 mayo 2011

EL SEMÁFORO

El semáforo se puso en verde y Blanca detuvo sus tacones en seco, consultó la hora en su móvil y miró al cielo. Algo le trajo a la memoria su etapa de directora en la sucursal bancaria de la que fue trasladada a otro puesto más discreto, en otra ciudad. Pensó en las colas, en el barullo tras la puerta de su despacho, en la cantidad de préstamos que había concedido, o más bien vendido; cuántas veces había despertado la avaricia de ingenuas parejas de trabajadores alentándoles a pedir más dinero del necesario para pagar su vivienda; a no quedarse cortos, a no ser tontos: ese poquito para unos muebles buenos de verdad, ese coche que te gusta, ahora es el momento. Tú piso está valorado actualmente en casi trescientos mil euros, no habrá problema. Actualmente todo era más aburrido y triste, con tantas vueltas y tantas exigencias para dar un préstamo, sólo habían concedido uno desde que ella llegó a la nueva sucursal, hacía más de seis meses. Antonio estaba justo detrás de ella, despistado, oliendo su perfume, pensaba en lo cuesta arriba que se había puesto todo, le habían despedido y su mujer estaba en el alero. Para colmo tenían la doble carga de la hipoteca de su vivienda y la del piso que compraron en aquella calle sin salida, al norte de la ciudad. Tal como iba la cosa parecía un negocio seguro (era la segunda vez que lo hacían), pero sus intentos de pasárselo a otro comprador antes de formalizar escrituras por unos cuantos miles de euros y santas pascuas habían fracasado. El banco pronto se quedaría con él, ni alquilándolo podían hacer frente a los gastos. Adiós al cole privado de la niña, al coche nuevo, etc. Laura miraba su reloj justo al lado, parecían respirar al unísono. Ella, por superar el límite de ingresos, no había podido acceder a las promociones de viviendas de protección oficial que se ofrecieron en su ciudad. Finalmente se vio obligada a comprar un piso a un precio excesivo, cosa que la atenazaba, a pesar de que el director del banco no hiciese más que tranquilizarla, hablándole de valoración, estabilidad, mercado y cosas que era casi imposible que ocurrieran. Ahora, en paro y a punto de agotar la prestación por desempleo, sabía que perdería su hogar en pocos meses y estaba mirando posibilidades de compartir una habitación. Álvaro, cerca de ella, escuchaba por sus auriculares cómo en una tertulia radiofónica alguien declaraba que la juventud tenía que mover el culo, que no podían esperar que les echasen las cosas por la chimenea. Álvaro imaginó entonces una chimenea ardiendo y apretó la carpeta con los currículum que llevaba repartiendo desde que hace un año terminase su carrera; esa carrera que cuatro años atrás tenía tantas salidas que parecía increíble que no la hubieran estudiado cuarenta y cuatro millones de españoles. Patricia, situada detrás de él, le miró el cuello, después la carpeta. Se preguntó si sería un vendedor de cualquier producto, de esos que tienen que morir cada día recorriendo las calles para conseguir ganar un pellizco para subsistir. Inconscientemente suspiró, cerro los ojos y agradeció en silencio a su tito Armando que la hubiese colado en la administración a través de aquella fundación del partido. Juan Ramón, autónomo sin derecho a prestaciones, y con un negocio de instalaciones finiquitado hacía más de dos años por la cantidad de impagos que había padecido, llegó el último a la fila, apretaba en su mano derecha la bolsa con el pan y algún dulce que se empeñaba siempre en llevar a casa de sus padres, donde almorzaban él y su familia tres veces a la semana desde hacía un año. Pensaba en silenciosos almacenes llenos de billetes resecándose, en pisos vacíos desmoronándose.
El semáforo se puso en rojo y todos cruzaron con mayor o menor prisa, preguntándose qué ponía en las pancartas que una multitud portaba en una plaza cercana.