La cosa es acceder a la pista de baile, ya sabéis, pasar a la acción en serio, dar un paso al frente y esas cosas. Ser uno de ellos. Mientras estás berreando por cambiar el mundo todos pasan de ti, te miran resoplando, llega un día en que dejas de tener gracia y te empiezas a hacer pesadito. Como un friki algo anticuado: el tío entrañable que abre la boca y allá va. Entonces te van encajonando, apartando. Te condenan a llevar siempre el agua, compañero. A descargar camiones con una acreditación gigante del partido en el pecho; a vender más tacos de lotería que nadie; a colgar los cuatro carteles, rodeado de voluntariosos hijos de militantes que ya se quedan en su casa viendo Telecinco. En los días señalados eres el de la mancha de sudor en los sobacos, el del nudo de la corbata torcido, el que gesticula y discute con su mujer en público, el de “déjame a mí, que tú no sabes colocar el altavoz”. Pero un día todo cambia.
Al principio cuesta, hay que reconocerlo, acceder a la pista no es fácil amigo. Hay que escurrirse entre el público, soportar codazos, meter alguno; pisar y que te pisen; aguantar impávido algún exabrupto de uno que no se entera de nada, esas cosas. Pero una vez al borde, en primera fila, sólo hay que tener un poco de paciencia y terminas dando el pasito y bailando con alguien. Que quede claro que nadie nace sabiendo, aunque algunos lo parezcan. A veces pisas a tu pareja, o avanzas en dirección opuesta a la suya, o cambia la música y te sorprende a contrapié, o termina la pieza de pronto y eres el último en aplaudir. Pero con el tiempo, a poquito que pienses, vas cogiendo sentido del ritmo. Te dejas llevar y te mueves como una pluma, recorres la pista con soltura, te sueltas de tu pareja, la atraes, ella a ti, os intercambiáis, que es lo más divertido (aunque hay que estar muy pendiente de no fallar, ¿eh?): ahora bailas con un periodista, mañana con un compañero, el otro con un rival, pasado con un empresario y después con un artista; o un tertuliano, o uno que era okupa, o un imputado, o un diputado de esos que no te acuerdas nunca del nombre. Genial. Bailas, vas de acá para allá, cambiando de pareja, como digo, sin desentonar; haciendo equilibrio, cabeceando, objetando levemente, aplaudiendo, comprendiendo, admitiendo y sin dar la nota. Y, esto es importante, si un día la cosa se pone rara (no digo fea de verdad, sino rara, un poquito imprevisible), te colocas otra vez al borde de la pista. Tú verás cómo te las compones para ello: te echas a la calle, te indignas, firmas un manifiesto, denuncias a la banca en el primer juzgado o… Seguro que algo se te ocurrirá.