Funciona. Desde el inicio con “El más allá” notas cómo el tren empieza a moverse bajo tus pies: las canciones siguen entrañando un viaje. José Ignacio Lapido es un músico sombrío y sincero, que sabe que la música es luz y guía, y como tal la utiliza. Medios tiempos bien templados en la tradición norteamericana (más allá de la pereza country en “Olvidé decirte que te quiero” o los aires sureños de “Paredes invisibles”); que crecen a la par de la intensidad emocional de las composiciones; vaporosos e inquietantes, espolvoreados por momentos de una magia mortecina; un brillante ovillo de música clara, contenida, hermosa y hasta delicada. Exenta, también, de cierta crudeza sonora que puntualmente echo de menos. Telones aterciopelados que se levantan y caen; zapatos gastados de marcar el ritmo; fluido eléctrico que prende los versos realzándolos, dotándolos de su cualidad narrativa. Se mantienen las constantes de siempre, claro: persiste el corazón pop que empuja; el estribillo que explota radiante y aterriza reflexivo; o los estimulantes y juguetones chispazos deudores de la new wave, incluida “Algo Falla”, todo un guiño al Antonio Vega de Nacha Pop.
Lapido se define a sí mismo de manera más precisa que nunca a través de un permanente ejercicio de funambulismo (qué mejor para un autor con querencia por las metáforas circenses) entre realidad (sombras) y sueños: éstos se ponen en duda, aunque no se desprestigian, aún se reivindican el derecho a cambiar el paso y la necesidad de soñar. Y las sombras, que te agotan y decepcionan, llevándote y trayéndote, determinando tu camino más de lo necesario, se riegan de una luz que las matiza, resaltando tanto laberintos como salidas. Tristeza rematada con un nuevo brillo en los ojos; desesperanza y esperanza; perplejidad y lucidez; reflexión y escapismo; fatalidad y humor. Ah, los seguidores de Amaral, Quique González y Miguel Ríos también están de enhorabuena. Les doy a todos ellos la bienvenida.