21 febrero 2014

LA TABERNA Y EL LITERATO

Hoy he estado recordando en un café, junto a un viejo compañero de correrías juveniles y cómplice de primeras lecturas, “La taberna” de Émile Zola. Qué crudeza, qué forma tan dura y a la vez tan sensible y detallada de retratar los suburbios de París. Esa obra huele a orines, desesperación, alcohol, fracaso, sudor… La miseria, la insalubridad se sienten, se palpan; se percibe cómo van rodeando, estrangulando a los protagonistas sin remedio. Abandono, soledad, injusticia, violencia. Me imagino acodado en el mostrador de esas tabernas, callejeando hombro con hombro con los personajes, oliendo como ellos, dentro de sus ropas y sus lechos, introduciéndome por cualquier resquicio de esas vidas dominadas por la ruindad. Compartiendo esa pobreza, sobreviviendo cada día con la cabeza gacha y los zapatos rotos, sin ningún tipo de horizonte, dentro de un submundo asfixiante, cada vez más lúgubre y cerrado en sí mismo.


Me despido y me uno a la ciudad nocturna a buen paso. Siempre paseo por las calles principales. De noche jamás me veréis atravesando una callejuela. Me encanta la iluminación de los comercios, el bullicio de las últimas compras. Sí es verdad que llevo mal lo del tráfico, pero es algo inevitable en esta sociedad tan decadente que nos ha tocado vivir. Por desgracia, esto no hay quien lo cambie. Me gusta atravesar las plazas mejor iluminadas. Observar a los transeúntes, tomar notas, imbuirme de espíritu urbano. Adoro a los artistas callejeros, los mimos, los músicos. Todos encierran una gran historia, son una inspiración sublime. A veces me detengo a admirar su actuación y les dejo unas monedas, incluso alguna vez un billete. Esta noche estoy tan lleno de luz que incluso me paro a escuchar bajo la nieve, con este frío, a un acordeonista. Su música me traslada a momentos imborrables de mi juventud, a páginas y más páginas de la mejor literatura decimonónica. Menudas construcciones novelescas. El músico lleva unos gruesos guantes, para mi sorpresa pasea torpemente los dedos por teclas y botones, y abre y cierra el acordeón de forma somnolienta y aburrida, con la mirada perdida. Unos minutos más tarde, con la ventisca arreciando y la cara húmeda por los copos que la golpean, adivino lo que pasa: la música está grabada, suena desde algún reproductor escondido en el sucio fardo junto al que descansa su perro. Odio los trucos, ¿no lo había dicho? Aprieto el billete de cinco que llevo en el bolsillo y aligero el paso. La verdad es que estoy congelado, casi no siento los pies.

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