14 febrero 2014

PARAÍSO

Llegamos al Paraíso y, después de cumplir todos los deseos que pudimos colmar en paz y armonía, sin colisionar con los de los demás, anduvimos en un dulce letargo, observándonos y divagando. Satisfechos pero también inquietos, nos faltaba algo, y nadie acertaba a saber qué era. Esa carencia, ese tembloroso vacío, nos llevó a distanciarnos gradualmente. La exultante comunión inicial fue desapareciendo, la transparencia oscureciéndose, y nos fuimos disgregando con cierto disimulo, midiendo las sonrisas, dado el lugar definitivo en el que nos encontrábamos. Tratamos entonces de llenar el vacío con dulces capas de autocompasión y calentarnos en la acogedora ascua de nuestra secreta frustración, lo que nos devolvió una sensación como de antiguo placer. Conforme pasaban los días íbamos recordando más y más. Hasta que caímos en la cuenta: nuestros deseos solo serían completamente saciados cuando a su vez supusiesen la negación de su disfrute para alguien. Cuando su satisfacción llevase aparejada la sensación de usurpación, de conquista, de ventaja, de comparación, de victoria. Ese recuerdo activó toda una vivificante maquinaria de ideas, sensaciones, miedos y deseos renovados que terminó por resucitarnos a todos de verdad. Así, cuando Dios volvió de su viaje alrededor de sí mismo, aburrido como estaba ya de observarnos, lo primero que encontró fue una gran timba y multitud de pequeñas fronteras.

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