Llegamos al Paraíso y, después de
cumplir todos los deseos que pudimos colmar en paz y armonía, sin colisionar
con los de los demás, anduvimos en un dulce letargo, observándonos y divagando.
Satisfechos pero también inquietos, nos faltaba algo, y nadie acertaba a saber
qué era. Esa carencia, ese tembloroso vacío, nos llevó a distanciarnos
gradualmente. La exultante comunión inicial fue desapareciendo, la
transparencia oscureciéndose, y nos fuimos disgregando con cierto disimulo, midiendo
las sonrisas, dado el lugar definitivo en el que nos encontrábamos. Tratamos
entonces de llenar el vacío con dulces capas de autocompasión y calentarnos en
la acogedora ascua de nuestra secreta frustración, lo que nos devolvió una
sensación como de antiguo placer. Conforme pasaban los días íbamos recordando
más y más. Hasta que caímos en la cuenta: nuestros deseos solo serían completamente
saciados cuando a su vez supusiesen la negación de su disfrute para alguien.
Cuando su satisfacción llevase aparejada la sensación de usurpación, de
conquista, de ventaja, de comparación, de victoria. Ese recuerdo activó toda
una vivificante maquinaria de ideas, sensaciones, miedos y deseos renovados que
terminó por resucitarnos a todos de verdad. Así, cuando Dios volvió de su viaje alrededor
de sí mismo, aburrido como estaba ya de observarnos, lo primero que encontró
fue una gran timba y multitud de pequeñas fronteras.
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