Había acabado la gala y Javier Bardem apareció en la terraza escoltado por amigos,
seguidores y una nube de fotógrafos que no paraban de accionar sus máquinas.
Junto a él iba un tipo alto y rubio, no recuerdo su nombre, pero en la espalda
de su chaqueta llevaba escrito “EL AMERICANO”. En mayúsculas, como con pintura
blanca. Todos miraban al cielo esperando algo. Javier se frotaba las manos,
algo intranquilo pero visiblemente satisfecho. La azotea era sorprendentemente
amplia, parecía una avenida desierta. De pronto, por una esquina lejana comenzó
a acercarse una extraña comitiva, encabezada por una especie de insecto con
forma de perro pequeño que no paraba de revolotear. Cuando se acercaron vimos
que el insecto era Wert, llevaba la
cara maquillada, los labios toscamente pintados para simular sangre y las
orejas de negro. Su cabeza apepinada descansaba en un cuello alechugado que
parecía confeccionado con papel de periódico. Llevaba muñequeras y calzoncillos
de cuero. Parecía algo así como un bebé violento, exasperado. Fruto de una
extraño experimento. Le acompañaba un ejército de gentes silenciosas, que se
limitaban a sonreír y a murmurar con la mano sobre la boca.
Javier lo vio y comenzó a increparle cosas
acerca de la incultura. Aún así parecía calmado. Le lanzaba acusaciones
señalándole suavemente con un dedo, manteniendo la otra mano en el bolsillo.
Los demás guardábamos silencio, expectantes. Solo se escuchaban algunos
teléfonos móviles y las cámaras de fotos. El americano murmuraba tres palabras
y Javier y algunos más se volvían, partiéndose de risa con el comentario. Los
demás no sabíamos inglés, pero tratábamos de sonreír. Javier siguió increpando
al ministro, combinando su ceño fruncido con la relajación del gesto risueño
que dedicaba cada cuatro segundos a su amigo americano, que no paraba de decir
cosas que pensaba que todos debíamos entender.
Wert contraatacó. Tras escuchar los consejos
de un asesor áulico. Le dijo a Javier que a partir de ahora solo le esperaban
papeles de malo en Hollywood. Entonces Bardem se desató y comenzó a llamarle
fascista y curilla. David Trueba
trató de calmarlo con un Goya en la mano. Pero fue imposible, comenzó a lanzar
cualquier objeto que tuviese a su alcance, incluso, durante un segundo, hizo
amago de arrebatarle su trofeo al hermano de Fernando.
Javier arreció en sus insultos, que Wert
recibía abriendo los brazos, con una beatífica sonrisa atravesando su cara
blanda. Hasta que, por alguna razón, se hartó, sus ojos comenzaron a salirse de
las órbitas y los labios comenzaron a temblarle. Sus asesores desaparecieron y
surgieron los antidisturbios, a los que Javier continuó tirando cosas sin
despeinarse. Esta vez una especie de pequeños cohetes que salían de debajo de
sus muñecas y estallaban contra los escudos. El americano gritó de júbilo, con
la cara enrojecida, y disparó al aire, clamando que era ciudadano
estadounidense. En ese momento el helicóptero apareció, iluminando la terraza,
y dejó caer una escala por la que trepó el pistolero. Bardem se quedo de pie,
en el borde de la terraza, sonriendo y lanzando cohetes. Los policías se acercaban
torpemente y volcaban su frustración golpeando a los otros, que huían con sus Goyas
bajo el brazo.
El americano, sin parar de aullar, extendió
su brazo y tomó con fuerza el antebrazo de Javier, que comenzó a subir en pos
del helicóptero. Cuando accedían a la cabina, se volvieron al unísono y
lanzaron sus pulgares al viento. Después, todos corrimos, en cualquier
dirección, dejando la azotea desierta.
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