El niño de tres años se empeñó en un disfraz
de vaquero, lo que sorprendió a todos, ya que nadie recordaba que hubiese visto
nunca ni dibujos animados ni ningún tipo de imágenes relacionados con ese tema.
Una vez ataviado con su sombrero, el chaleco, los pantalones y un pañuelo color
Burdeos en el cuello, los mayores lo colocaron ante el espejo y aplaudieron. Él
sonreía. Faltaba un detalle, según aseguró alguien que apareció en la sala
tropezándose. Se trataba de un cinturón negro compuesto de una dotación de balas
falsas, una funda y un revólver plateado. Se lo colocaron alrededor de la
cintura y el pequeño tomó el revólver con su mano derecha. Le gustaba cómo
sonaba aquella palabra desconocida, y no hacía más que repetirla entusiasmado.
Revólver, revólver. De pronto, una voz surgió con un inesperado argumento
cinematográfico y le instó a hacer sonreír al revólver, mientras se lo
arrebatada y le enseñaba cómo apretar el gatillo. Bam, bam. El niño a partir de
ese momento se dedicó a corretear por la casa disfrazado, apuntando y disparando
a todo lo que se le ponía por delante. Disparaba a su figura en los espejos, a
los juguetes, a su madre que le negaba otra galleta, a los invitados que lo
jaleaban. A veces se detenía jadeando en mitad se sala y, levantando al aire su
arma de plástico, aseguraba entre risas que el revólver no estaba sonriendo.
Ya de noche, cuando se aproximaba la hora de
dormir, se sentó en un rincón del gran sofá y se quitó el sombrero. Suspiró y
comenzó a manipular de nuevo su arma, que terminó siendo usada como teléfono a
través de cual hablaba y hablaba en imaginarias y divertidas conversaciones con
sus amigos y con su madre, que estaba en otra habitación. Cuando ésta apareció en
la sala el niño rio y le dijo: “Mami, el revólver ya ha sonreído”.
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