Inicio la escritura de esta columna de
opinión, que hace años traslado puntualmente a mis lectores desde mi sagrada
libertad de expresión, contento de estar frente a mi ordenador (aún) en pleno
uso de mis facultades mentales. Saludo a la pantalla, fumo tabaco de verdad porque
me da la gana y el humo me inspira, compruebo que mis cosas están a la mano,
enciendo mi lámpara y me pongo manos a la obra. Hasta el momento, todavía puedo
contar hasta diez y no he notado ninguna amenaza imperialista en el ambiente. En
mi paseo matutino no he observado que nadie me siguiera ni he visto nada
sospechoso; tampoco en la cafetería o en el estanco. Por eso, no puedo salir de
mi asombro ante la actitud de algunos tipejos y tipejas, tan infantiloides como
malintencionados, que llevan más de un mes tratando de asustarnos a mí y al
resto del mundo. Pero en mi caso no lo han conseguido, os lo aseguro, queridos
lectores. Sigo aquí, podéis contar conmigo.
Todas esas patrañas, que no hacen más que
despistarnos de lo verdaderamente importante, no merecen una sola línea, pero me
creo en el deber de manifestar la estupefacción que me producen las cosas que
leo por ahí, sobre todo en blogs y periódicos digitales. Todos esos bulos y
rumores que incendian las redes sociales, esas a las que tienen un acceso tan
directo nuestros hijos.
He llegado a la siguiente conclusión, querido
lector, que cada mañana arrimas el hombro para el crecimiento de este país,
levantando el cierre de tu negocio: las sociedades han alcanzado un punto de
delirio tal que no parece tener vuelta atrás, hemos pasado de una cierta
desconfianza lógica en las instituciones a envolvernos en una suerte de utopía orwelliana que no nos hace ningún bien.
El nihilismo nos asola, cuando lo que debemos tener muy claro es que las
sociedades las construyen los ciudadanos desde la libertad económica y social y
que la nuestra será lo que decidamos nosotros, solo nosotros. Cada persona es
dueña y única responsable de su futuro, no lo olviden. Así que, entre todos,
debemos dejar de lamentarnos y hacer sentir la suma de nuestras fuerzas,
transmitir a quien sea ese enemigo misterioso, que estamos sujetando fuerte las
riendas de nuestro porvenir.
Desgraciadamente, tendemos a echarnos en los
cálidos brazos la demagogia, y a elegir el camino fácil de la crítica más
destructiva, y esto, en el fondo, esconde una actitud totalitaria, capaz de
menoscabar la libertad individual.
Realmente, lector cómplice, me subleva lo
ilusa que es la gente, esa tendencia creciente a evadirse de la realidad. La
juventud cada vez es más ingenua, más dócil, aunque pueda parecer a simple vista
lo contrario. Finalmente, ellos mismos se ponen la trampa, pintando un mundo
tan oscuro que les empuja sin más remedio a la inacción.
La última teoría (no puedo reprimir una
sonrisa compasiva), el último delirio fantasmagórico, me parece hilarante,
dentro de la peligrosidad que su mensaje conlleva. Se ha extendido o “filtrado”,
a nivel mundial, desde no sé qué plataforma, la especie de que algunos
gobiernos o “alguien poderoso” planean “intervenir nuestras mentes”, provocar
un vacío para detenernos en seco y posteriormente reiniciarnos, haciéndonos
perder una parte previamente seleccionada de nuestra memoria, aniquilando así nuestra
sagrada e intransferible capacidad de comunicar pensamientos y opiniones libres
para así poder manifes
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