30 septiembre 2014
LOS VENCEDORES
Lo peor no son los vencedores. Lo peor son aquellos que, para que su éxito tenga sentido, necesitan ver su victoria reflejada en los ojos de los perdedores.
28 septiembre 2014
DIEGO A. MANRIQUE "TRASNOCHANDO EN LA TRASTIENDA".
PRESENTACIÓN DE DIEGO A. MANRIQUE EN LA CHARLA-CONFERENCIA CELEBRADA DURANTE LA XXII EDICIÓN DEL FESTIVAL “TENDENCIAS”
DE SALOBREÑA, EL 6 DE AGOSTO DE 2.013.
Diego A. Manrique ha visto desde su profesión
de crítico y periodista musical, iniciada hacia la mitad de los años setenta,
pasar la historia de este país ante sus ojos en clave musical y social. Un
auténtico testigo de excepción en años tan cruciales y llenos de altibajos,
epifanías y miserias.
Estamos, como digo, ante un observador
privilegiado de desencuentros y choques culturales, de cambios vertiginosos, de sublimes momentos
de creatividad y energía, de la forma en que la juventud abrazó la libertad, de
la influencia y el poder galvanizador de la música sobre aquélla, y, cómo no,
de ingenuidades, vacíos, resacas y frustraciones.
Si su pluma es referencia para tantos
compañeros de profesión y lectores. El hecho de que haya trabajado tantos años
en medios como radio y televisión le convierten en un gran divulgador y
comunicador, siempre preocupado por que la idea que se empeña en transmitir
llegue con claridad a su destino.
Diego Manrique ha madurado indagando en las
interrelaciones del rock con el mundo real, con la economía y con la situación
sociopolítica. Ese crisol humeante es interpretado por el autor que nos ocupa
como caldo de cultivo y motivación de buena parte de la producción musical, desde
la más auténtica a la más impostada. A través de su trabajo, de su cualidad de
observador implacable, es fácil asomarse al mundo, a sus contradicciones, a su
luminosidad y zonas oscuras.
Nada acomodaticio ni dado a dejarse llevar
por la gran ola de la actualidad, a la que siempre puso diques y miró con
desconfianza, ha tomado la costumbre (y encontrado
cierta delectación) de nadar contracorriente. Sensible, aunque poco amigo de
los paños calientes y las adhesiones inmediatas, recela de las primeras
versiones, de las escuchas apresuradas; le gusta rebuscar, no solo discos en
las estanterías de tiendas de medio mundo, sino en los asuntos de los que
escribe, tomándolos individualmente, trasnochando en la trastienda, más allá de
las evidencias.
Desprejuiciado, libre, ecléctico por
principio, saca jugo de los estilos en vez de denostarlos, articula su
conocimiento abriendo puertas, estableciendo puentes y relaciones; aplaudiendo
la contaminación entre distintas sonoridades, sin perder un ápice de exigencia.
Esa misma cualidad de curiosidad y
exploración permanentes hacen que su trabajo, su opinión, tiendan a lo
positivo. No pastorea un grupo cerrado de estéticas adecuadas con mirada
limitada a lo comparativo; antes al contrario, su constante actitud incisiva y
abierta no hace más que iluminar pliegues y rincones olvidados.
Disfruta por ello de una visión privilegiada,
global, de una perspectiva envidiable que no cesa de nutrirse. Por eso quizá,
la opinión de Manrique sobre cualquier artista o sonido siempre tiene un matiz
distinto. Habiendo iniciado el interés por muchos estilos musicales en España,
cuando los demás querían llegar, él ya había estado allí. En ocasiones
resultaba incluso aguafiestas; porque uno se sentía contrariado, sobre todo en
la primera juventud, ante sus aseveraciones, tajantes e ilustradas, tan lejos
de concordar con aquellos lugares comunes con tanta autocomplacencia
practicados.
Muy crítico con determinadas actitudes de su
profesión, gusta de atemperar los entusiasmos incontrolados de cierta
modernidad siempre cambiante y llevadiza, que va y viene mientras él permanece,
tranquilo e indómito. Siempre preparado para relativizar y ajustar el valor y
la importancia de las cosas; sopesar las modas hasta conocer su verdadero
calibre.
19 septiembre 2014
JUAN (CUENTO INFANTIL)
“Juan es un niño
imaginativo, muy observador, con tendencia a la fantasía. Aunque también sabe
ser aplicado y despierto para sus quehaceres escolares, cuando se lo propone”.
Eso, al menos, fue lo que la maestra explicó a sus progenitores en una de las
reuniones de tutoría que mantenía regularmente con los padres de sus alumnos.
Sus padres hablaron
del tema durante la cena. Se refirieron a su asombrosa imaginación, que tanto sorprendía
y divertía a cuantos lo conocían; pero parecían preocupados por la falta de
atención y la lentitud al realizar sus tareas que Doña Rosa, la maestra, había
señalado como principal defecto a corregir.
Juan escuchaba los
consejos y advertencias paternos mientras notaba su cabeza ocupada por unos
amigos que casi siempre hablaban a la vez. Unos amigos cuyos nombres los
mayores no paraban de repetir: ATENCIÓN, TRABAJO, OBSERVACIÓN e IMAGINACIÓN. Así
pensó, al tiempo que se comía un yogur, la historia de los amigos que se
interrumpían unos a otros cuando hablaban, como sus compañeros en el patio, o
sus papás y sus tíos cuando había reunión familiar. Le pasaba casi siempre mientras
coloreaba fichas o hacía un dibujo en el cole. Cuando Atención se concentraba o
Trabajo se esmeraba, muchas veces aparecía de buenas a primeras Observación
para hacer que se fijara en otra cosa y, para colmo, algunas mañanas venía
acompañada de Imaginación, que rápidamente se dedicaba a inventar una historia
de lo más interesante. “Uf, va a hacer falta que estos buenos amiguitos se pongan
de acuerdo”, reflexionó.
Unos pocos días
después fue con sus padres al Centro Comercial y, nada más entrar, pegó su
nariz al escaparate de la tienda de animales. Además de insistir así en su
deseo de tener una mascota (deseo que siempre le negaban en casa), le gustaba
mirarlos en sus jaulas, verlos comer, rascarse o ir de un lado para otro.
Imaginaba cómo se relacionaban entre ellos y, cuando alzaban la voz, pensaba
que se dirigían a él y trataba de adivinar las cosas que le decían. Su madre le
advirtió, como siempre que iban a algún sitio concurrido: “Juan, hijo, no te
despistes, que te puedes perder”. Antes de separar su nariz del escaparate echó
un último vistazo a la gran pecera, allí muchos peces de vivos colores nadaban
en fila, pero siempre había uno, el más pequeño, que iba a la zaga; parecía que
le costaba bastante seguir el ritmo que marcaban los demás.
De esta forma, se
puso a pensar la historia de un pez pequeñito llamado Pececito:
“Pececito era, como
su nombre indica, un pez muy pequeñito de piel suave y mirada sonriente. De
natural curioso, era muy observador y cualquier cosa llamaba su atención. Como
aún era un bebé, siempre iba nadando bajo el agua situado entre su mamá y su
papá. Ellos no paraban de repetirle: “Pececito, Pececito, nada junto a
nosotros, no te despistes, que te puedes perder”. Pececito contestaba que sí,
que no se preocuparan, pero su inmensa curiosidad acababa saliéndose con la
suya, no podía evitarlo.
Un día, cuando
volvía con sus papás de visitar a unos familiares que vivían en un mar bastante
alejado del suyo, se distrajo mirando todas las maravillas que encontraba
mientras recorría aquel camino tan novedoso para él. Observaba las estrellas de
mar, los caballitos de mar, se dejaba acariciar por las algas, se sorprendía
ante la belleza de los corales y…. se metió sin darse cuenta dentro de una
cueva; a los pocos segundos sintió algo de frío, y se encontró en la más
absoluta oscuridad. Pececito comenzó a
asustarse, y notó que le latía fuerte el corazón. Intentó salir por todos los
medios, pero como no podía ver, no hacía otra cosa que tropezar contra las
paredes de la cueva. Aún encontrándose ante tal dificultad y teniendo todo el
miedo que tenía, no perdió el valor ni la calma y siguió nadando a ciegas,
moviendo ágilmente tanto su cabecita al encontrar algún obstáculo, como sus
pequeñas aletas, las cuales vibraban como un molinillo, gracias al gran
esfuerzo que Pececito hacía. Cuando por fin consiguió salir observó a sus
padres a lo lejos que lo llamaban, se puso muy contento y comenzó a nadar en
dirección a ellos, aunque estaba muy, muy cansado. De pronto, una ola espumosa
de esas que nunca se sabe de dónde salen, lo elevó y lo lanzó fuera del agua.
Pececito quedó abatido y cansado en la orilla. Le costaba respirar, y los
movimientos de sus pequeñas aletas tropezaban con la arena mojada. Sus padres
aparecieron cerca de la orilla, lo llamaban y animaban, aunque sus caras
mostraban cada vez más tristeza. Sin embargo, cuando pececito estaba más
vencido y agotado, un niño llamado Juan, que jugaba cerca de la orilla con sus
primitos, haciendo castillos de arena, se acercó y, cogiéndolo entre sus manos,
lo empujó hacia el mar. Sus padres, locos de contento, lo ayudaron entre los
dos y desaparecieron mar adentro. Así, desde aquel día, cada vez que Pececito y
sus papás pasan por aquella playa, sacan la cabeza y bailan unos segundos sobre
el agua para saludar a su amigo Juan”.
Así era Juan. Cuando
el viento en la calle sacudía árboles y letreros y despeinaba a las personas,
él corría a su habitación y ataba cuidadosamente sus numerosos barcos de
juguete con hilos de diferentes colores a las patas de su pequeña mesa de
estudio y a su sillita. Colocaba a los distintos capitanes en los respectivos
timones y escuchaba muy serio la caracola gigante que tenía junto a su cama,
para conocer el estado real de todos los vientos que azotaban en ese instante
todos los mares.
Algunas veces, cuando
sus juguetes y los demás objetos que le rodeaban le cansaban, cambiaban
súbitamente de función. Así, la pistola de plástico de su disfraz de vaquero,
perfectamente podía convertirse en un teléfono móvil a través del cual tener
largas conversaciones con personajes de los dibujos animados o con sus
familiares: su mamá, cuando estaba en otra habitación, o su abuelita, que vivía
muy lejos. O telefonear a los papás de su amiga Sandra para comprobar si se
había acostado ya para irse él también a la cama. Después de ver a un vecino
volver a casa con la mano vendada tras un pequeño accidente doméstico, decidió
estar vendado él también, así que, ni corto ni perezoso, se quitó los gruesos
calcetines que su papá le ponía en casa para que no tuviese frío y se los
colocó alrededor de las manos y la cabeza como si de vendas se tratase,
caminando descalzo por la casa hasta que sus padres se dieron cuenta y, aprisa
y corriendo, volvieron a ponerle los calcetines.
Cuando iban a
visitar a su abuelita, solía pasarse las horas muertas asomado a una ventana,
contando los pájaros que se posaban y los gatos que atravesaban los tejados de
alrededor de la casa, o calculando cuánto tiempo llevarían allí los objetos abandonados
que los adornaban: un balón de fútbol pinchado, pinzas de la ropa, una muñeca
rota o una lata de refresco.
Y, cómo olvidarlo,
el día aquel que nevó tanto y su mamá no le dejó salir a la calle, Juan asintió
y se fue a jugar a su habitación. Todo estaba en silencio, lo que sorprendió a
su mamá, acostumbrada a que Juan fuese más protestón cuando quería bajar al
parque a jugar. Un poco extrañada, decidió acercarse caminando muy despacio,
casi de puntillas, a la habitación de su hijo, para ver qué hacía sin que él se
diese cuenta. Abrió despacio la puerta y se sobresaltó al no encontrarlo allí.
Lo llamó por toda la casa y finalmente se tropezó con él cuando salía raudo y
veloz del pequeño cuarto de baño al grito de “¡yupi!”, para volver menos de un
minuto después llevando en sus manos una gran zanahoria, dos oscuros y grandes
botones y el viejo sombrero que su papá se ponía todos los años para la fiesta
de carnaval. Volvió a entrar en el aseo y, sin mediar palabra, cerró la puerta
en las narices de su sorprendida mamá. Ésta, al abrir la puerta, un poco
después, vio que Juan estaba sentado en el suelo, rodeado de los centenares de
pequeños trozos del papel higiénico que se había dedicado pacientemente a
romper con sus deditos, para así lanzarlos al aire y crear su propia nieve. A
pesar de ello, Juan, con todo el pelo lleno de pedacitos de papel blanco, le
dijo a su mamá que seguía estando triste, porque con la nieve que se había
fabricado le era imposible hacer un buen muñeco de nieve.
Ilustración de Enrique Bonet |
Su mejor amiga del
colegio, Sandra, no podía dormir en las noches de tormenta. Hacía muchos días
que llovía sin parar, y ella pasaba mucho miedo. Juan pensó que, efectivamente,
el rugir de los árboles cuando parecían contestar al bramido de la tormenta
debía de dar mucho miedo. Menos mal que, por la zona donde él vivía, a la
altura de su piso, no escuchaba ese ruido tan monstruoso. Sandra continuaba
triste y pensativa, estaba cansada, somnolienta, apenas probaba la merienda y
casi se quedaba dormida sobre su plato a la hora del almuerzo. Juan y ella
siempre se sentaban juntos en el comedor y él la notó en ese momento del día
más cambiada que nunca. Echaba de menos a su amiga Sandra, habitualmente tan
risueña, manoteando y parloteando, haciendo bromas y contándole cosas que siempre
le parecían divertidas y la mar de interesantes. Entonces él también se puso
triste, y la comida que tenía en su plato, macarrones a la boloñesa, la favorita
de los dos, le pareció terriblemente pesada de tragar. Ambos quedaron
pensativos mirando en dirección a la ventana. Juan suspiraba y a Sandra se le
cerraban los ojitos tras sus graciosas gafitas de color verde claro. Así fueron
transcurriendo los minutos hasta que Juan cayó en la cuenta, ¡claro!, golpeó la
mesa y miró en dirección a su amiga, cuya cabecita yacía apoyada en su mano
derecha, a punto de caer sobre los macarrones a la boloñesa.
-
¡Ya sé lo que pasa, Sandra!- casi le gritó, todo excitado.
-
¿Qué? –preguntó ella despertándose, con los ojitos semicerrados
todavía.
-
No debes asustarte por las noches, cuando al irte a dormir escuches
esos fuertes ruidos entre los árboles y la tormenta.
-
¿Por qué dices eso? –volvió a preguntar su amiga. Abriendo cada vez
más los ojos, con creciente interés.
-
Lo que tienes que pensar es que tienes suerte.
-
¿Suerte?
-
¡Sí!, eres la niña con más suerte de la clase, Sandra. Cada noche de
tormenta, antes de dormirte, puedes escuchar una de las conversaciones más
antiguas del mundo.
-
¿Conversaciones? –Sandra cada vez entendía menos.
-
¡Claro!, escuchas la conversación que todas las noches tienen los
árboles y la tormenta. Se cuentan sus cosas, lo que les ha pasado a cada uno
durante el día. A lo mejor, un árbol le cuenta si un gato se le ha subido
encima y ha tenido que venir un bombero o un policía a salvarlo. O si unos
niños treparon por sus ramas para recuperar su pelota, que se había quedado atrapada
entre ellas. También le puede contar cosas de las personas que ven pasar bajo
sus ramas. O de lo que hablan los pájaros que se posan en él. O de las cosas
que escriben algunas personas en su tronco, para que no se les olviden nunca.
Sandra
estaba sorprendida, con los ojos como platos, realmente perpleja, pero el color
había vuelto a sus mejillas y en su cara se dibujaba la gran sonrisa de
siempre. “Es verdad –pensó-, tengo suerte, si en vez de asustarme al sentir el
ruido de la tormenta, de la lluvia, del viento y de los árboles, trato de
entender las cosas que se cuentan, los momentos antes de quedarme dormida serán
divertidos y muy interesantes”.
Juan
estaba muy contento al ver a su amiga por fin contenta y despierta, tras
escuchar su gran descubrimiento. Pero se dio cuenta de que comenzaba a mirarlo
con esos ojillos entrecerrados que ponía cuando le asaltaba alguna duda
importante. Juan entonces esperó, como siempre hacía en esas ocasiones, las
palabras de Sandra.
-
Humm… ¿Y de qué hablan las tormentas? –preguntó Sandra sin quitarle la
vista de encima.
-
¡Eso es lo más interesante! –gritó Juan-. Debes saber que las
tormentas nunca paran en ningún sitio, van y vienen, siempre recorriendo el
mundo de pe a pa. Por eso, se saben todas las historias de todos los lugares y,
por ejemplo, seguro que les cuentan a los árboles de tu barrio, cómo son los
árboles de los otros países, qué clase de animales se suben a ellos, y qué
hablan los pájaros de todos los continentes.
Sandra
aún dudaba:
-
Entonces, ¿los árboles y las tormentas conocen el idioma de los
pájaros?
-
¡Claro! – contestó Juan, con gesto de estar absolutamente seguro.
Una mañana soleada de
primavera, Juan escuchó el insistente canto de un pájaro. Fue el único de su
clase que se dio cuenta, porque nadie salvo él se acercó a la ventana. Miró y
se topó con un cielo más azul que nunca y un sol reluciente, pero ni rastro de
ningún pájaro, ni de ninguna jaula. Cuando estaba a punto de desistir y volver
a su sitio en la mesa de las tareas, lo vio. Era un pequeño pajarillo que
caminaba dando pequeños saltitos, a los lejos; parecía pasear alrededor de un
árbol, como si buscase algo mientras silbaba. A lo mejor había perdido algo
importante.
De esta forma, se
puso a pensar la historia de un pájaro pequeñito llamado Pajarito:
“Cuando Mamá Pájaro
volvió de uno de sus incontables vuelos para conseguir comida para sus crías,
se quedó patidifusa al ver que todos sus pajarillos abrían el pico esperando su
alimento en el nido menos uno, que no hacía más que temblar; parecía tener
mucha fiebre. Cuando observó un poco más atentamente, cayó en la cuenta de que
a su pequeño se le había caído una pluma, razón por la que pasaba tanto frío.
Mamá Pájaro pensaba que mientras ella estuviese con él podría calentarlo, pero
temía que muriese de frío en cualquiera de sus muchas salidas en busca de
alimento, que la obligaban a abandonar el nido. Así pues, decidió no perder un
segundo y salir a buscar la pluma que su hijito había perdido. Voló alrededor
del árbol en donde estaba el nido, caminó cerca del tronco mirando atentamente;
siguió la dirección del leve viento que quizá hubiese arrastrado consigo la
pluma, pero no encontró nada. Volando, mirando o posándose aquí y allá, acabó en
la ventana a la que un niño llamado Juan estaba casi siempre asomado. Al verla
tan triste, el pequeño le preguntó qué le pasaba, y entonces Mamá Pájaro, desesperada
y llorosa, le contó su problema. En cuanto Mamá Pájaro terminó su historia,
Juan, ni corto ni perezoso, bajó al parque tirando de la mano de su padre y les
relató lo sucedido a sus amiguitos, estos se lo contaron a los suyos, estos
otros a los suyos, y así sucesivamente. De esta manera, todos se pusieron
rápidamente en acción y buscaron plumas que pudieran ser la que Pajarito había
perdido, la única que le quitaría el frío de verdad, ya que encajaría en su
cuerpecillo a la perfección. Todos los niños guardaron las plumas que habían
encontrado, y casi al anochecer, cuando Mamá Pájaro sobrevolaba cabizbaja la
ciudad, observó sorprendida, cómo todas las ventanas de los edificios tenían
las luces encendidas y en cada una un niño la esperaba sosteniendo en la mano
la pluma más parecida que había encontrado para que ella pudiese revisarla y
dar con la que Pajarito había perdido”.
Como sus padres
habían notado que Juan continuaba en sus trece, tan imaginativo como siempre y
con tendencia a dejarse llevar por el vuelo de una mosca, un día le preguntaron
qué quería ser de mayor. Él contestó, como siempre, que capitán de barco y,
cuando ya se estaba imaginando con el traje y la gorra de capitán llevando el
timón de un inmenso barco de pasajeros, sus papás interrumpieron sus
pensamientos y le explicaron el mejor camino para cumplir ese sueño. Ese camino
no era otro que aprovechar su capacidad de imaginación y observación para
colorear y dibujar cada vez mejor, hacer caso a la maestra y atender sus
explicaciones, volviendo a casa cada día habiendo aprendido al menos una cosa
nueva en el colegio. Comportándose así, año tras año, no debía caberle ninguna
duda de que conseguiría todos sus propósitos en el futuro. Juan, entonces, miró
a sus padres y comprendió el mensaje que estos le lanzaban “Sí, claro, la cosa
es que mis buenos amiguitos (ATENCIÓN, TRABAJO, OBSERVACIÓN e IMAGINACIÓN), se
pongan de acuerdo”, se dijo, rascándose con un dedo la cabeza.
De esta forma, Juan
empezó a aprovechar todas sus cualidades para aprender y divertirse a la vez. Y
es que su imaginación le estaba siendo muy útil, ya que un día de verano fue el
primero en ver a un pez que se retorcía en la orilla y correr a lanzarlo al mar
para salvarlo; y otro día, ya en otoño, al encontrarse un pajarillo recién
nacido en el suelo, con una sola mirada, supo dónde estaba su nido y tuvo
tiempo de devolverlo con su mamá para que ella pudiese seguir alimentándolo.
12 septiembre 2014
LOS ENEMIGOS, QUEMANDO ETAPAS
A finales de 1.994 entrevisté vía
fax a Josele Santiago de Los Enemigos. Ese año el grupo sacó su
primer disco con la multinacional RCA (“Tras el último no va nadie”), hecho que
coincidió con la publicación por parte de su sello anterior, Grabaciones
Accidentales (GASA), de “Sursum corda”. Fue precisamente el interés por la
historia de este lanzamiento lo que me empujó a ponerme en contacto con Josele.
El fax de vuelta con las respuestas tardó meses en llegar, cuando ya casi ni se
le esperaba, por lo que la entrevista acabó publicada en un fanzine de efímera
existencia, llamado Deshidrato, que puse en circulación durante 1.995 con mi
amigo Francisco Vallejo. Pero mereció la pena, la información sobre las
vicisitudes de “Sursum corda” y el análisis musical de su contenido no tienen
desperdicio, pienso que son un auténtico privilegio. Aquí tenéis la oportunidad
de introduciros en los secretos de un buen disco de rocanrol.
¿Te sorprendió la aparición de “Sursum corda” en estas fechas?
Sí, mucho. Nos dijeron que lo
había comprado “Salvat” para sacarlo en fascículos.
En algunos temas del elepé se observa la vuelta al sonido de los
primeros tiempos: “¡Cómo es!”, “A la hera”, “Rumble mumble”, “Odio a los Nº1”…
¿Era este el interés del grupo en 1.993? ¿Por qué cambia tanto la concepción de
las canciones con respecto a “Tras el último no va nadie”?.
De hecho, hay temas antiguos que
no se grabaron en su día por tal o cual movida. De todos modos, sí, en aquellos
días sonábamos así, vete a saber por qué. Así nos salían las cosas, un poco más
como al principio. Nostalgia o algo.
“Odio a los Nº1” ya la presentasteis por aquí en el Espárrago Rock de
1.990 ¿Cuántos temas antiguos más hay en el disco? ¿Se puede considerar una
especie de álbum de rarezas?
Claro, al conocer el hecho de que
se trataba de nuestro último elepé con GASA decidimos grabar estos temas
antiguos que de otro modo no hubieran visto la luz. Más o menos el disco se
compone de un 30% de esto y de un 70% de cosecha del 93.
¿La aparición de “Sursum…” ha introducido algún cambio en vuestro
repertorio de directo?
Sí ¿Por qué no? Lo mismo les jode
a los de RCA, pero no creo.
¿Qué nos puedes decir sobre la aceptación de “Tras el último…” en el
mercado?
Creo que ha vendido más o menos
lo mismo que “La cuenta atrás”, lo cual no está mal, pero tampoco es para
ponerse a bailar jotas. En cuanto a las críticas, pues de puta madre. Y en
cuanto a nosotros pues mira, estamos cantidad de satisfechos y orgullosos de
él. Hemos trabajado duro y hemos conseguido lo que queríamos. Lo que suena es
casi, casi lo que pretendíamos, que no es poco decir.
Haz un pequeño comentario sobre los temas de “Sursum corda”, uno a uno.
“Sursum corda” viene a cerrar,
tras una rocambolesca historia que no viene al caso, nuestra etapa con GASA.
Por eso, además de las nuevas canciones, contiene algunas rescatadas, de esas
que se quedan fuera de los discos por falta de tiempo, porque no estaba acabada
la letra o por otros motivos más o menos prosaicos. Quiero decir que no se trata
de retales.
No están aquí, ni con mucho,
todas las que quedaron en el tintero, sino, única y exclusivamente las que, a
nuestro entender, merecía la pena rescatar. Otra particularidad del disco está
en las letras: tras leerlas todas de seguido y una vez terminado el trabajo,
caí en la cuenta de que, si se seguía un orden determinado, cobraban un nuevo
sentido, como un todo: contaban una historia. La historia en sí no vale una
mierda (si la hubiera valido me hubiese tirado el moco y diría que la había
escrito así adrede), pero el hecho de que se trate de la consabida parabolilla
de cuarta sobre la frugalidad del éxito y lo podrido del negocio no deja de
tener su miga, si tenemos en cuenta lo puteados que andábamos entonces por
nuestra discográfica. Tal que parece una travesura del subconsciente.
A continuación paso a detallar el
susodicho orden, la susodicha historia y, de paso, algún que otro comentario
sobre las canciones en cuestión.
I.- “¡Cómo es!” (cara A-corte 2)
Una canción pop al estilo Dave
Edmunds-Rockpile. Yo quería una muralla de acústicas a lo Phil Spector, pero se
quedó en una escuálida verja. Habla de fans agilipollaos.
II.- “Por qué no me vuelvo al pueblo” (cara A-corte 4)
Suena un poco, siempre salvando
las distancias, a esas baladas con aires country-blues que quedaban tan chulas
en manos de Gram Parsons o los Stones de cuando Mick Taylor. Me la imagino a
veces cantada por Emmylou Harris o alguien así y flipo. La letra es un bucólico
canto a la naturaleza pero visto del revés, por alguien que se aburre allá en
los prados. Nuestro chaval es ese alguien y, naturalmente, se abre de su pueblo
para emprender su viaje a la fama.
III.- “De pastel” (cara B-corte 6)
A mí me suena a Kinks (etapa
“Lola”) y la letra va de llegar a la gran ciudad y alucinar bastante, que es ni
más ni menos lo que le pasa al colegui de nuestra historia fantasma.
IV.- “A la hera” (cara A-corte 4)
La hice nada más terminar
“Ferpectamente”, y luego no encajaba demasiado, ni cabía, en “Un tío cabal”.
Wilko Johnson-Mick Green para una letra estúpida pero quedona. Chaval de pueblo
se divierte en la city.
V.- “Rumble numble” (cara B-corte 5)
Instrumental de la primera
cosecha propia “enemiga”. No recuerdo por qué no entró en “Ferpectamente”, se
nos olvidaría o algo. Link Wray con los primeros Flamin’ , que son los que
molan.
En cuanto a la historia… bueno,
el chaval ensayando con su primera banda. Por ejemplo.
VI.- “Wonderland records” (cara B-corte 2)
Quisimos ser los Attractions por
un día y, aunque no es lo nuestro, bueno, tampoco nos quedó mal del todo. Yo
hubiera querido un órgano más “trotón”. Llega el ansiado contrato para nuestro
amiguete.
VII.- “Zumo de kiwi” (cara A-corte 5)
Suave cancioncilla pop. Me
recuerda a Orange Juice por un lado y por otro a John Cale o a Nico, o a Kevin
Ayers. Hay un momento en que el bajo y la rítmica hacen justo lo mismo pero al
revés… ¡Y funciona! Nuestro chaval empieza a mosquearse cuando empieza a oler
la mierda que se le viene encima en este… negocio.
VIII.- “Amigos del gnomo” (cara A-corte 3)
Desvarío psicodélico a lo Barret,
con guitarras Danelectro y todo (gracias Fernando). La intro de acústica me
costó un huevo y el crescendo de la mitad quedó dabuten. La letra: saludos
desde el frenopático. Desilusionado, el chaval se junta con quien no debe y
acaba mal. Desencanto, drogas y todo eso.
IX.- “Amor de madre” (cara B-corte 3)
Ésta llevaba a medio hacer desde
que entró Chema, o sea, justo al terminar de grabar “Un tío cabal”. Un riff muy British 70’s: Mott, Bad Company, Humble Pie, Faces, etc… La
letra va de familias descerebradas: incesto, parricidio… El chico se desmorona
y le internan en el cotolengo. Carta a la mamá, con la que mantenía una curiosa
relación. Las consecuencias del estrellato, chaval.
X.- “Odio a los Nº1” (cara B-corte 1)
Un tema que no llegó a entrar en
“La cuenta atrás”, pero que tocamos en directo hace ya tiempo. Asimilación de
nuevas tendencias (renovarse o morir): Hüsker Dü, Sonic Youth… Hace buena
pareja con “Hienas” o “No importa”, aunque creo que nos quedamos bastante
cortos con las guitarras. La letra es bastante explícita y habla básicamente de
resentimiento.
El epílogo: nuestro amigo tiene
nueva escala de valores, así que rompe vínculos y se pierde entre la multitud,
supongo.
El instrumental que se puede oír
al principio (“Intro”) y al final del disco (no consta), es una variación de un
tema que hice a medias con Esteban Hirschfield (él hizo la letra) estando en
The Nativos, que tituló “Nightmare” y que luego versionearon los Pleasure Fuckers muy a su aire. Por último, decir que GASA, fiel a sus manías, ha
extraído un tema (“Cuestión de pelotas”) del disco y lo ha metido en la nevera,
suponemos que con vistas a un futuro recopilatorio de curiosidades inéditas o
algo así. (Bingo, apareció un año después en el recopilatorio “Alguna copla de
Los Enemigos” (N. del A.)).
Despídete.
Gracias. Adiós. Socorro.
JUANFRAN MOLINA
10 septiembre 2014
A PUNTO DE TAJO
El solitario camarero, que estira
su vida laboral y esta noche su turno, en espera de su tardón compañero de
profesión y precariedades, suspira inexpresivo mientras la gente aparece en la
coqueta colina reconvertida en terraza-restaurante como si fuesen invitados a
un convite, o público de un programa de televisión, o un grupo de senadores de
provincias que comienzan a acariciar las ubres aún frías del poder mientras
vigilan de reojo el atuendo del vecino. Todos permanecen durante algunos segundos
de pie carraspeando, eligiendo mesa y hurtando sillas con sigilo, para
finalmente sentarse y encajar carritos cuyas ruedas arrastran briznas de
hierba.
Mientras los niños se arremolinan
aún tímidos junto a la fuente para jugar, una madre le señala a otra que lo
importante de un colegio es la “población”, el tipo de niños que componen el
alumnado. Lo demás son zarandajas. Su insistencia mezclada con humo de tabaco
salpica a las mesas vecinas que rodean la iluminada fuente en la noche de un
verano que muere entre la brisa. La publicidad de la terraza del restaurante
promete unas vistas nocturnas espectaculares del puerto pesquero. Y parece
sorprendentemente cierto: las luces de los navíos y las grúas rocían la
oscuridad, ofreciendo una sensación de fragor silencioso perfectamente
estructurado. De estrellas parpadeantes de colores que bajan a jugar con el mar
y se mueven rítmicamente. Ese dinámico ir y venir de puntos de luz, según
teoría del veterano camarero, estimula el ritmo de los comensales, su maravillosa
circunspección de boca llena; el armónico entrechocar de platos y cubiertos que
le otorga unos amarillentos minutos de paz y cigarro.
Las mesas, cubiertas con manteles
de tela de un blanco impoluto que se mecen levemente con el viento, están reservadas
solo para almuerzos y cenas, por lo que el camarero se acerca de vez en cuando
discretamente a la que ocupan las dos madres parlanchinas libretita en mano, a
lo que ellas responden implorantes uniendo las palmas de las manos y pidiendo
unos minutos por favor, disculpe. Ofreciendo sonrisas cargadas de humo y algo
de metralla. Un par de matrimonios colocados cerca del pretil de la pequeña
colina se quejan airadamente y con basta mordacidad de unas ramas de pino que dificultan
su disfrute panorámico. El camarero se acerca presto, enseñando la punta de una
lengua que reafirma carácter y promete determinación y las aparta no sin
esfuerzo. Sudoroso, se encorva empujando y recogiendo las ramas y una pequeña
cruz dorada que cuelga de su cuello se mece entre las luces del puerto. Casi
sin aliento, se incorpora como si de pronto estuviese en el centro de un
escenario, disculpándose y apuntando con resignación que el árbol en cuestión
está protegido y no se pueden cortar las ramas. Uno de los hombres de la reunión,
atravesando el aire con su mano derecha, dice que lo mejor es un tajo bien dado
y a otra cosa. Se habla entonces de multas, de gente que lo pasa mal, de
asesinos puestos en libertad y de dinero público robado que jamás se devuelve. Llénanos
anda. El camarero se retira con rapidez incubando un nuevo rencor, esta vez
hacia la naturaleza.
La iluminación casi no permite
leer, así que hay que intuir una carta por fortuna previsible. Mientras lo
grillos ensayan, el aún excesivo silencio presiona y cava un vacío hasta que
comienza a sonar por unos altavoces camuflados otra despersonalizada versión de
un tema de Antonio Vega. Algunas cabezas se mueven.
Cada velador, cuando se llena de
fatigosa humanidad, está al borde de algo y hace flotar una historia distinta.
Imaginaciones que se disparan volando mucho más allá de la feria portuaria.
Esperanzas frescas como lechugas. Amor que salta bajo la mesa. Sentimientos de
culpa en espiral. Soledades a dos que hielan mientras se panea la cena. Rutina
en la base del estómago aliviada con comida que cae. Envidias que han corroído
el cerebro y ahora corren en pos del corazón. Deseos adormecidos de olor
ferruginoso.
Los niños se dejan arrastrar
gozosos por una imaginación milagrosamente compartible. Juegan, corretean riendo
sin aparente sentido, se persiguen, se atrapan, se sueltan y vuelta a empezar.
Callan, se apoyan en la fuente, ríen y otra vez a correr. Lanzan piedrecitas al
lago de dos dedos de agua. Cuando se pasa junto a la fuente el olor a campo es
sustituido por el del yeso, por el de obra inacabada.
La madre obsesionada con “la
población”, que se presenta como maestra, conmina a los pequeños a cantar
juntos una canción mientras tocan las palmas. El experimento es un éxito y
todos los padres se unen con desigual entusiasmo a la simpática algarabía de
niños que pronto se dormirán entre dos sillas si no tienen la suerte de
disponer de carro. Todos se congratulan de las buenas migas que han hecho sus
hijos, se presentan, conversan y casi brindan. La maestra protagonista toca las
palmas con fuerza y pide al camarero un vaso de agua para cada niño, que se lo
han ganado.
Este aparece en escena mientras
mira de reojo a la pareja de madres animadoras que se han librado de pedir la
cena. Lleva sobre los dedos temblorosos una añosa bandeja repleta de bebidas y
vasos de agua. Al proceder al reparto es asaeteado con preguntas, peticiones e instrucciones
para calentar biberones y potitos. Antes de abandonar ese decorado de felicidad
y sincera avenencia campestre de ropa clara y piel bronceada, reparte con
sonrisa de doble fondo caramelos entre la mitad exacta de los niños y
desaparece.
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