28 abril 2020
24 abril 2020
UN LUGAR MEJOR (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA VIII)
Unas noches después, el
detective se presenta desnudo de cintura para arriba tras la cortina, a la que
se acerca mirando ya directamente a través de los prismáticos. Ha decidido
cambiar radicalmente el decorado. No tiene por qué ser él mismo. Eso enlentece
siempre el proceso a la hora de venderse, de ofrecerse. Ha invertido toda la
tarde en pintarse enigmáticos tatuajes que ha copiado de internet a lo largo de
los brazos y en el abdomen. Toda una tarde del confinamiento recorriendo su
piel con rotuladores negros de distinto calibre, sin pensar en otra cosa, sin
salir a comprar al supermercado, sin escuchar la radio, ajeno a los aplausos y
a las sirenas que devuelven saludos. No contento con eso, coloca en el campo de
visión que quiere ofrecer a la investigadora una estantería blanca polvorienta
que arrastra desde su dormitorio. La llena de libros calculadamente
desordenados y coloca con estudiado desorden las botellas que aguardaban en una
bolsa, en el recibidor, su próximo destino en el contenedor de vidrio. A última
hora las rescata y les concede unas horas, quizás unos días más. Les ofrece la
actuación más importante de sus vidas. Ser piezas relevantes de un entramado
falso y esperanzador. Se ha inspirado en los tertulianos que aparecen ahora en
la tele desde sus casas, a través de las ya habituales conexiones en línea.
Está seguro de que calibran cuidadosamente lo que se ve a su espalda. Estudia a
fondo cada detalle de sus decorados. Quiere estar a la altura de la imagen
bohemia que se ha fabricado de la investigadora. La sabe capaz de todo. Capaz
de ser libre, de saltar las barreras. Esta madrugada ella no ha encendido la
luz. No aprecia ningún destello desde su apartamento. Y ya la imagina muy
lejos, cargando su gran maleta rosa en un coche, presta a recorrer un país con
poco tráfico. Segura de que nadie osará detenerla.
Leo acerca del mercadeo
de mascarillas y geles desinfectantes. La limitación de precios implicará que
nadie las importe al no resultar rentables, y tendremos que terminar acudiendo
al mercado negro para conseguirlas. Informaciones de este jaez, cogidas con alfileres,
agoreras y apocalípticas, que se mezclan con análisis críticos mucho más
sensatos (a los que restan impacto, al hacerlos caer en el mismo saco), tratando
de socavar al Gobierno, abundan. Siempre han abundado, de hecho. Pero me creo
capaz de distinguirlas, o al menos de tomarlas con la debida precaución. No
necesito que nadie me diga cuándo callar y cuándo quejarme. Leo y escucho
palabras; demasiadas, incluso para alguien como yo, que las adora. Entran en
mí, me recorren y desaparecen. Cada vez son menos las que se quedan.
El sol inunda las calles.
El gato de enfrente tiembla mientras se sacude el tedio y bosteza. Una rama de
un árbol roza su ventana, le ofrece una salida de emergencia para darse un
garbeo, pero no acepta. Ninguno queremos riesgos. Parece que el buen tiempo se
asienta, a pesar de que “abril sigue en modo montaña rusa”, según dice una
periodista por la radio. En el patio interior, algunas máquinas de aire
acondicionado vibran, los pájaros se posan en ellas, acostumbrados ya a sentir
su traqueteo y echar a volar. Una gran toalla tendida vuela espléndida
saludando a la primavera. Leo en ella “paradores” en grandes letras. Hay una
acumulación de quietudes que ahogan y me traen a la memoria el poema “Cuadrados
y ángulos” de Alfonsina Storni:
Casas enfiladas, casas enfiladas,
casas enfiladas.
Cuadrados, cuadrados, cuadrados.
Casas enfiladas.
Las gentes ya tienen el alma cuadrada,
ideas en fila
y ángulo en la espalda.
Yo misma he vertido ayer una lágrima,
Dios mío, cuadrada.
casas enfiladas.
Cuadrados, cuadrados, cuadrados.
Casas enfiladas.
Las gentes ya tienen el alma cuadrada,
ideas en fila
y ángulo en la espalda.
Yo misma he vertido ayer una lágrima,
Dios mío, cuadrada.
Por la noche escucho a Robert Johnson a través del móvil. En
la más absoluta oscuridad, solo destaca la pantalla rectangular. En el silencio
más absoluto, la música se va desgranando por los auriculares. Robert, amigo, al
final todo termina condensado ahí. La leyenda del cruce de caminos, la amenaza
constante del precipicio, tu determinación por huir de tu destino y dedicarte
por entero a la música, el polvo en los zapatos recorriendo con tu guitarra los
garitos y las esquinas de Friar’s Point, Clarksdale o Helena, la magia de tu slide. Las veintinueve canciones
grabadas en los estudios de grabación de San Antonio y Dallas. Las diferentes
tomas, los descansos entre ellas, los cigarrillos, las ilusiones. Las historias
que volcabas en tus letras. Las noches, el vagabundeo. Las pintas de güisqui,
las peleas, la soledad, la idea que empieza a brillar y acaba por tomar forma
entre tus dedos encallecidos. Tu impetuoso individualismo, al que yo ni me
acerco. Más bien lo contrario. Últimamente flaqueo y me imagino comulgando en
sociedad, relajando todos los músculos. Eliminando cualquier crispación de mi
interior.
No sé, Robert, he estado
pensando estos días y creo que podría hacerlo. Podría reírme con los humoristas
y leer a los columnistas correctos. Aceptar la ortodoxia como heterodoxia
(últimamente observo a gente que me puede ayudar a obedecer, y no es tan
complicado; puedes pasar incluso por desobediente, si te lo sabes montar). No
opinar ni pensar contra el Gobierno. Ser uno con él en pos del bien común. Acatar.
Dar por sentada su buena voluntad; confiar en su buen hacer. Callarme si no voy
a aportar soluciones definitivas. Ser muy prudente y delegar para siempre las decisiones
y reflexiones de calado en manos expertas; en gente más preparada que yo, y que
sabe lo que me conviene. No buscarle tres pies al gato ni hacer caso jamás de
habladurías no confirmadas por los canales oficiales. Disfrutar de mi pequeño
espacio de libertad personal, pero sin dejar de deberme al pueblo. No dudar por
mí mismo. Sentirme protegido. Dejarme cuidar y rearmar éticamente; y no morder
nunca la mano que me ampara y me aleja del precipicio de la sinrazón y el odio.
Desear que ningún elemento desestabilizador desequilibre el estado de las cosas
ni altere el curso de los acontecimientos. Hacer oídos sordos a las mentiras.
Desear fervientemente que la Ley acalle los embustes. Rechazar el nubarrón de
cualquier pensamiento extraño. Así podría avanzar como persona, claro. Adensar
mi conocimiento, mi imaginación incluso, transitando un camino limpio, sin
dobleces y poco o nada sospechoso. Podría, por qué no, poner mi creatividad al
servicio de un bien superior. Y, sobre todo, llegar a asumir algún día que con
esta actitud puedo colaborar a hacer del mundo un lugar mejor.
21 abril 2020
DE CAINITAS
Los españoles no tenemos ningún problema en reconocer la
existencia del cainismo patrio en el lado opuesto.
18 abril 2020
PUZLES (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA VII)
Anoche soñé que escuchaba
con toda nitidez cosas que pasaban fuera. Muy lejos de estas cuatro paredes. A
lo mejor un día las cuento.
Todos nos deseamos suerte
al despedirnos, después de hablar por teléfono, programando encuentros para un
futuro incierto. En las fachadas los toldos son ahora las banderas que mueve
levemente el viento. Vemos pasar lentamente el engranaje de las estaciones y la
meteorología por delante de nuestros ojos. Las primeras y vertiginosas
opiniones sobre el proyectado “ingreso mínimo vital” del Gobierno (esa ayuda
que al parecer complementará las ya existentes para familias que se hayan
quedado sin recursos, en buena medida por culpa de esta situación), que la
denominan “la paguita”, son las típicas reacciones superficiales de la boca
llena. Y, por supuesto, el exabrupto de un liberalismo cerril, no tan visceral
como parece, profundamente egoísta y aviesamente interesado en tomar la parte
por el todo.
Son las ocho en punto de
la tarde. La Policía local pasa muy despacio, con todas las luces encendidas.
Manos enguantadas de azul saludan desde el vehículo. Se respira, durante ese
minuto, un ambiente de verbena popular imaginaria. Casi veo las guirnaldas
cruzando la calle de un edificio a otro. De un abigarrado balcón a otro. Salen
personas alegres que aplauden, y otras que arrastran sus ojeras al balcón,
voluntariosamente disfrazadas para la ocasión de personas alegres. Llega un
momento en que se confunde la privacidad. Veo por una ventana a unas chicas
trajinando con una sábana gigante. Una recorta tijera en mano entre risas y
cuchicheos, y la otra aplica pintura. Cuando terminan, ambas se prueban las
sábanas y se miran en el espejo. Una ha tropezando y casi se cae. Creo que se han
disfrazado de fantasmas con unas sábanas amarillentas que llevaban décadas
dobladas en el fondo de algún armario. Desaparecen a trompicones de la
habitación y aparecen en mitad de la verbena en su balcón gritando “¡somos la
muerte!”, agitando los brazos dentro de sus sábanas cuarteadas y manchas de
pintura roja, y ululando; como si nadie las hubiese visto durante largo rato
preparar su siniestra sorpresa.
Mi exprimidor es muy
antiguo. Tiene prácticamente veinte años. El FBI podría usarlo como detector de
mentiras. Cuando estoy tranquilo, sosegado, el zumo de naranja sale a la
perfección, todo va como la seda. Sin embargo, si estoy intranquilo, nervioso o
disperso, se conoce que aprieto sin darme cuenta y comienza a berrear y a
emitir extraños ruidos. Un día de estos va a empezar a echar humo.
La investigadora de la
gran maleta rosa entra dos bloques más allá, casi enfrente del edificio del detective.
Él tiembla ostensiblemente al averiguar cuál es su piso. Con la boca seca,
pasea pacientemente sus prismáticos al anochecer. No puede ni quiere dormir. Mientras
piensa si cobrará la ayuda por “cese de la actividad” para los autónomos, la
ventana de la investigadora se ilumina. El corazón le da un vuelco. La mira
encender un cigarro y pasear en camiseta de tirantes. Luce un tatuaje a lo
largo del brazo izquierdo; mientras lo mira parece crecer. ¿Qué será? Como no
lo ve bien, puede ser lo que él quiera: un dragón, un mapa de Portugal, una
metralleta, alguien de espaldas con las manos en los bolsillos. El tatuaje
puede ser otra puerta digna de abrirse si todas las demás se cierran. Ella
desaparece unos segundos de su campo de visión; cuando consigue volver a
enfocarla descubre que ella también le observa a través de unos prismáticos.
Una vez que se sabe descubierto, decide aguantar la mirada hasta el final.
Tiene la boca seca y las ganas de volver a fumar lo invaden por completo. Ella
sonríe y hace como que se dispara en la sien con el dedo índice. Su boca dice
“pam”, y él lo escucha con más nitidez que ninguna otra cosa que haya escuchado
en su vida.
El vecino del balcón de
al lado no habla mucho, pero siempre levanta los brazos animando cuando el dj de enfrente saca los platos para
pinchar. Ayer, cuando terminó de llover y salió un sol impetuoso, él ya estaba
en su balcón con su silla plegable y la mesa alargada en la que lleva semanas
haciendo un puzle. De vez en cuando echo un vistazo, veo cierta progresión,
muchas piezas colocadas, pero no adivino qué puede ser. Como siempre mira
sonriente al frente mientras está con él, a lo mejor trata de completar un puzle
eterno de lo que ven sus ojos, acaso construye plácidamente un mundo nuevo.
A lo que iba. Con la
calle aún húmeda, se acercó y me relató que, cuando era niño, hace como sesenta
años, en su pueblo había una zona donde nunca llovía. “Un rodal con dueño”,
señaló, y después calló durante unos segundos esperando la reacción de mi
rostro cansado. Se trataba de un espacio a cielo abierto que jamás se mojaba y
en el que nadie osaba ponerse a cubierto de la lluvia, pues hacía un frío
glacial que no había manera de combatir. Lo llamaron por el móvil en ese
momento y corrió hacia su salón no sin antes prometerme que en otro momento me
contaría toda la historia.
El Gobierno pregunta en
la última encuesta del CIS si en estos momentos habría que prohibir la difusión
de informaciones “poco fundamentadas”, remitiendo toda la información sobre la
pandemia a fuentes oficiales. Un 66,7% de las personas encuestadas apoyan esa
idea, frente a un 30,8% que se inclina por no restringir ni prohibir ningún
tipo de información. Resulta extremadamente inquietante que en una democracia
se plantee la posibilidad de sustituir el criterio del ciudadano (que estos
desarrollen un criterio propio desde la infancia es clave para una convivencia sana,
libre y respetuosa), prohibiendo o limitando la información y su acceso a ella
más allá de lo ya recogido en las leyes. Y más usando un lenguaje tan ambiguo.
Pensar que sea el Poder quien decida la información que debe llegar a la
población en según qué circunstancias es peligroso y, también, altamente
sospechoso. Aunque no tan desolador como que tan alto porcentaje esté de
acuerdo con esa aviesa (segunda vez que uso hoy la palabra) tentación de sustraer
derechos y libertades. Los verificadores de bulos ya sobrevuelan las redes a
sus anchas. Facebook ha contratado a un par de empresas españolas de verificación
propiedad de periodistas en activo que trabajan o han trabajado hasta hace poco
para medios concretos. Estos gringos no tienen ni idea de cómo se cuecen aquí
las habas, desde luego. Una de ellas ya
ha tenido que rectificar (solo por la polvareda levantada) y permitir la
publicación de una noticia censurada inicialmente. Yo los imagino dentro de un
robot gigante que conducen desde el cerebro, como Mazinger Z; valorando con herramientas en ocasiones poco contrastables
qué información pasa su filtro y a cuál hay que aplicarle el implacable puño silenciador
de su poderoso robot-mordaza.
Herta
Müller mira hacia la derecha en la portada del libro. Me
gustaría hacer un puzle gigante de su rostro, tan grande e ilusionante como el
de mi vecino.
14 abril 2020
ESPACIOS EN BLANCO (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA VI)
El gato del balcón que
tengo justo enfrente es de color marrón claro, enorme. Es un gato hastiado,
bostezante; asomado casi siempre a la misma ventana, con la mirada de un
personaje de Juanjo Guarnido. A
veces recorre a su dueña de hombro a hombro cuando está sentada, lentamente.
Una y otra vez. El cuerpo de ella cede ante su peso. Creo que así nos sentimos
todos en algún momento durante cada día de este confinamiento, aunque no
tengamos mascota. Ya lo dijo el poema: “El tiempo es el gato más silencioso que
conozco”.
Se fue la luz y borró
todo lo que había escrito. Saltó el diferencial. “I found that essence rare” de
Gang of Four se cortó bruscamente.
La oscuridad, unida al silencio total y al encierro, transmite un miedo nuevo,
paralizante. Un precipicio de negritud sin referencias ni asidero alguno. Una
sensación absoluta de desconexión.
Tranquilos, la economía
puede volver a crecer tan torcida como siempre. Que se lo pregunten a esa madre
que recorre farmacias para comprar a precios desorbitados las mascarillas y
guantes que le niegan a su hija en su puesto de trabajo; al que no ha faltado
en ningún momento por ser catalogado como esencial.
El merodeador va por la
acera escudriñando cautelosamente el interior de los coches con la esperanza
desvaída de encontrar algún olvido suculento de última hora. Su mascarilla
blanca le tapa casi toda la cara, lo emboza. Parece de calidad, buena merca
adquirida a través de contactos inaccesibles para mí que envidio en la
distancia. Pienso, por un momento, que deberían haberlo incorporado a la
delegación del Gobierno que compró el material a China, quizá nos hubiese ido
mejor. Está, inquieto e impaciente, ante un festín insípido de vehículos
polvorientos que parecen petrificados, que no ofrecen nada relevante. Se
detiene ante uno ya desvalijado, con la ventanilla rota del conductor cubierta
cuidadosamente de plástico negro, imagino que por su resignado dueño. Valora el
trabajo y, de pronto, hace trizas su actitud cautelosa lanzando una de las
piedras que lleva apretadas en la mano contra la ventanilla de una furgoneta
que ni se entera. Pedradas rabiosas contra la mala suerte, aunque una fuerza
magnética negativa parece haber succionado su determinación. Ante el ruido, la
gente aparece a la vez en los balcones con toda su explosión de furor y color.
Comienza a llover, la
calle está más lejos ahora. El detective ha perdido momentáneamente de vista al
merodeador con los prismáticos. Él también está impresionado por la calidad de
su mascarilla, algo ennegrecida, todo sea dicho. Piensa que es una FFP2 con válvula
de exhalación, una pasada. Recuerda, con cierta nostalgia, las conversaciones
sobre mascarillas que solía mantener a finales de febrero con su cuñado. Sin
embargo, su imaginación no hace más que mostrarle la imagen de una persona que
yace en algún callejón golpeada por alguien que le ha robado cartera, reloj y
mascarilla.
La lluvia arrecia y las
gotas empiezan a colarse por el cristal roto del coche violentado. El
merodeador contempla la lluvia refugiado en un portal. Ve líneas blancas
precipitándose enfurecidas, rectas o diagonales, sobre una calle igual de vacía
que antes. “Es la lluvia más limpia que ha caído en años”, se dice.
Los prismáticos del
detective encuentran a alguien que camina a los lejos, bajo la lluvia. Arrastra
una gran maleta rosa de ruedas. Parece una chica. Deduce que es una
investigadora que vuelve de participar en un congreso en un país extranjero y
que, a pesar de las noticias, no se imagina llegar y encontrarse Granada
completamente desierta. Su calle vacía, salvo por la presencia de un
delincuente oculto en un portal que la saluda al verla pasar. Ella ni siquiera
lleva mascarilla, y envidia secretamente la de ese hombre que parece
sonreírle. Al detective le tiembla la
voz de emoción en momentos así, incluso cuando habla consigo mismo.
Anochece entre manos
diligentes que ordenan y limpian; niños de colorean; voces que cotorrean,
susurran, cantan o discuten; risas ahogadas. Trasiego de platos y de dedos
sobre mandos a distancia y teclados. Móviles encendidos en aquella penumbra
nocturna que antaño solo iluminaba la televisión. El orden de la cocina marca
el de las cabezas. Recetas impresas pegadas en la pared de azulejos. Peleas y
reproches por el agua caliente de la ducha tras la sesión de pilates en línea. Hay
algo frenético dentro de la aparente quietud. Todos rellenando espacios en
blanco.
11 abril 2020
CLAXON (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA V)
El detective vigila los
edificios de enfrente con sus prismáticos, no lo puede remediar. Da un barrido rápido
de vez en cuando porque, al contrario de lo que pasaba antes, no hace más que
toparse con gente asomada a cualquier hora. Se lo suelen tomar a broma, y
algunos le muestran el dedo corazón. Mejor dejarlo hasta bien entrada la noche.
Veo en la portada del
diario El Mundo una foto en la que aparecen muchos ataúdes alineados en la
pista del Palacio de Hielo de Madrid, que en estos momentos ejerce de morgue
improvisada ante la avalancha de cadáveres, lo cual ya de por sí corta la
respiración. Parece que algunas personas la ven malintencionada o innecesaria.
Yo opinaría como ellos si la sacasen cada mañana, pero creo que es una
instantánea que formará parte de nuestra historia y que no deberíamos olvidar
nunca, al igual que tantas otras cosas que nos están pasando en esta época
aciaga que jamás hubiésemos imaginado, incluidas las más estimulantes y
esperanzadoras, que sí conforman la inmensa mayoría de las imágenes que nos
llegan. Es evidente que este periódico es contrario al Gobierno, que desea que pierda
el poder cuanto antes, y que le encantaría colaborar a ello con la mencionada
portada; pero la foto en sí no me parece escandalosa. Ojalá hubiese aparecido
en un medio afín, ya que no los hay neutrales, que demostrase a todos sus
lectores que la información siempre debe estar por encima del politiqueo. Si
tuviese un familiar dentro de uno de esos féretros, no sé realmente qué
pensaría de la foto (creo que más bien me obsesionaría pensando en las razones
que lo llevaron ahí). Pero tampoco sé qué pensaría del Gobierno ni de los que
defienden su actuación a capa y espada en los medios.
La cosa sigue plomiza. Llamas
a amigos cuyos padres son mayores a ver qué tal les va, o ellos te llaman a ti.
El número de infectados en la provincia de Granada sigue creciendo, ya son 890
personas hospitalizadas, y empiezas a dar por sentado que más de un conocido
habrá. La gente que puede, envía a sus seres queridos las ansiadas mascarillas
por correo. Hay colas ante las oficinas, y las administraciones están pensando
que algo tienen que hacer al respecto. Aplausos. Los amigos que trabajan en
farmacias no te contestan cuando les mandas un mensaje para ver si les quedan.
Así está la cosa a día de hoy. Alguien escribe un mensaje recordando lo perjudicial
que es para las defensas del organismo ante el virus abusar de harinas y
chocolates. Todo plomizo, de un gris untuoso.
La policía ha desalojado
la Catedral de Granada durante una misa del arzobispo. No cabe mayor egoísmo
que el demostrado por estos fieles tan desleales con el prójimo. No puedes llamarte
ser humano si no miras por el otro en la medida de tus posibilidades.
Escucho el segundo elepé
de La Granja, “Soñando en tres
colores”, no recordaba lo bueno que era. Las canciones se suceden inspiradas, manteniendo
un nivel similar, altísimo. Siempre me encantó su sonido, y recuerdo cuánto
lamentaba que “Debajo de las piedras” de 091,
no sonase tan compacto. Miro la preciosa carpeta que se abre y leo en una
etiqueta que lo compré el 14 de abril de 1988. Han pasado treinta y dos años. Mientras
la música suena, veo en la televisión sin volumen políticos en el Congreso de
los Diputados. Sé que no voy a escuchar nada relevante. Las posturas están
claras, y si les da por adornar o dar profundidad a su discurso, sus asesores
seguramente fusilarán pasajes de lo dicho alguna vez por alguna persona
brillante. Se siguen puliendo estrategias y, encima, se deslizan falsedades de
diverso grosor sin asomo de vergüenza.
Llegan imágenes de
animales campando a sus anchas por las calles vacías. La gente aplaude su
presencia como una reivindicación de la madre naturaleza, una vuelta a los
orígenes de la civilización; con la certeza de que, si se ponen pesados y no se
largan, alguien del ayuntamiento los meterá en un camión y se los llevará a
Dios sabe dónde. De todas formas, cuando la calle está desierta, hora tras
hora, puedes ver todos los animales que quieras: una leona caminando lentamente
de un coche a otro; un tigre bostezando y husmeando por la acera; un elefante
absorto mirando cómo cambian las luces de los semáforos; grupos de cabras
montesas despistadas sin saber qué dirección tomar ante tanta vastedad. La
leona persiguiéndolas de manera vertiginosa por mitad de la calzada mientras
escuchas nítidamente su carrera desesperada. Es tu escenario efímero, y puedes
colocar lo que quieras.
Ya se notan las tardes.
Me imagino pasando a la ropa de verano confinado. Observo vecinos hablando de
balcón a balcón con medio cuerpo fuera. Se sienten inmunes a todo menos a una
cosa. Ya no gritan como al principio. Se han adaptado y se comunican casi sin
alzar la voz ¿Cuánto hace que no oigo un claxon?
08 abril 2020
SESENTA Y OCHO (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA IV)
Se acerca a nuestra cola
de estacas una señora mayor con una mascarilla de tela celeste. Arrastra su
carro. Se coloca al final y el vigilante de seguridad la sigue con la mirada
mientras yo, entre la neblina de mis gafas empañadas, espero su gesto para
acceder al hipermercado. Sin dejar su puesto gesticula, imagino que la va a
llamar, pues tiene preferencia. Sin embargo, se decide por la seguridad del
dato y, por no abandonar su posición, lanza la pregunta a larga distancia: “¡Señora!,
¿cuántos años tiene usted?”. Se produce un breve silencio, la fila se vuelve
hacia ella sin emitir sonido alguno. La señora se dirige a la persona que tiene
delante y le dice algo que esta comparte con la siguiente, y así sucesivamente
hasta llegar a la que me sigue en la cola, que me dice: “Sesenta y ocho, dile
que tiene sesenta y ocho”. Doy un paso y el vigilante, como dueño absoluto de
esos minutos de nuestras vidas, extiende su brazo derecho hacía mí para evitar
mi avance. Me detengo en seco, mostrando las palmas de mis manos en son de paz,
y le susurro, retirando por un segundo mi mascarilla, que tiene sesenta y ocho.
Él, presto y seguro de sí, asoma la cabeza a la cola y grita: “¿Sesenta y ocho
años?, ¡pase señora, tiene usted preferencia!”, llamándola a la vez con un
gesto firme de su mano derecha. Cuando la señora pasa a mi lado, el vigilante
se me acerca y me advierte con el dedo índice levantado: “Usted se espera, ¿entendido?”,
volviendo después a su sitio como si acabara de resolver un conflicto
internacional. Sí, ha quedado claro.
Pienso en Luis Eduardo Aute, que acaba de
fallecer. Siempre lo he relacionado con Antonio
Vega, aunque sean tan distintos en tantas cosas. Se trata de creadores
solitarios, ajenos a modas e influencias inmediatas o previsibles. Son cultivadores
de mundos propios que van desgranando en las letras de sus canciones. Voces
personales que transmiten intimismo y engañosa fragilidad desde un claroscuro
muy particular. Dos estilos en sí mismos que quedan plenamente confirmados
cuando a la gente le da por versionarlos: entre los que se pasan y los que no
llegan, nadie canta sus composiciones como ellos.
El detective privado de
la tercera parte camina por Hipercor. Lleva su mascarilla y da vueltas sin
rumbo. Cuando algún empleado se acerca, astutamente hace como que echa algo en
su carro vacío. Ahora se dedica a tratar de adivinar las caras tras las
máscaras. Cree que, observando a las pocas personas que realizan su compra,
podrá averiguar cosas acerca de ellas. No sería raro que una pareja de amantes,
a la que le es imposible verse en estas circunstancias, quedase para salir a
comprar a la misma hora. Para estar al menos a un par de metros de distancia.
Para lanzarse mensajes a través de la ropa elegida o el peinado. La emoción del
momento aún inexistente lo consume. Está entrenando, por lo que parece, o quizá
delirando. Las tarjetas de visita queman su escritorio, en la guantera de su
coche, en su bolsillo. Todo arde, nada se mueve.
Antes
me inquietaba pensar que los gobernantes sabían, y nos ocultaban, muchos datos
cruciales que los demás desconocíamos. Pero ahora me intranquiliza mucho más la
sensación de que, ante determinadas situaciones, están tan desinformados como
el resto.
Si fuésemos personas responsables,
los bulos tendrían muy corta vida en internet. Pero son, para muchos, por no
decir para la mayoría, el maná que masajea y lubrica su maquinaria ideológica,
que confirma sus posiciones; son la munición que llega milagrosa cuando se
encuentran desalentados en su lucha ciega contra el enemigo que comienza a
rodearlos. La excusa para, con un clic, sacar gozosamente toda esa maldad que
su propia cobardía les impide mostrar en la vida real. La oportunidad para
recibir guiños de complicidad por una vez, aunque sea virtualmente. Que la
prensa les dé pábulo es absolutamente repugnante. Quizá por eso, porque lo que
se publica en España generalmente es un brebaje donde la verdad se gradúa a
conveniencia, y la palabra objetividad está totalmente chamuscada, tendemos a
mirar siempre a ver qué dictamina acerca de nuestros problemas la prensa
internacional. No sé hasta qué punto alemanes o estadounidenses se desviven por
saber que dicen los medios españoles acerca de cómo gestionan sus asuntos.
Artículos en The New York Times, Bloomberg, The Guardian, Financial Times… Cada
cual levanta y saca a hombros el titular que más le conviene.
El vecino de arriba hace
un ruido ansioso, como si escalara una montaña cada tarde. Es un depredador del
deporte. Cierta impaciencia pasea nerviosa por las paredes.
En el balcón, mirando la
calle vacía, las fachadas mudas tras la tanda de aplausos de las ocho de la
tarde. Me imagino a Aute y Vega asomados en el edificio de enfrente. Qué
compondrían ante este vacío, a veces tan insoportable; qué pintaría Aute. Me
gustaría soñar que charlo con ellos.
06 abril 2020
VER CAER UN PÁJARO (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA III)
Creo que si viera caer un
pájaro muerto desde el cielo no me impresionaría. Todo es impredecible. Todo es
posible. Todo es asumible ahora.
Se acerca el momento estelar,
el punto hispánico de inflexión que tenía que llegar durante este doloroso
desastre: el de los espabilados. Si se confirma la idea que sopesa el Gobierno
de establecer la obligatoriedad del uso de mascarilla, es posible que necesites
un buen contacto que te las proporcione para poder salir sin que te detengan.
Si la cosa sigue in crescendo, y se
valora la posibilidad de permitir tener una vida normal a las personas
inmunizadas que no transmitan el virus, proliferarán los falsificadores de
salvoconductos. El abanico de posibilidades delirantes que ofrece esto último
eriza la piel.
Pensaba que estábamos
siendo ejemplares y civilizados con nuestra actitud. Que seguir las
indicaciones y cumplir con esmero las normas de seguridad ante la posibilidad
de contagio, organizarse bien, quedarse en casa y demás, era un signo de
madurez y civismo. Pero parece que no. Resulta que hay quien piensa que se
trata de una actitud servil, que somos borregos que obedecemos sin rechistar.
Que ya estamos todos preparados y maceraditos para acatar en silencio las
órdenes y caprichos de cualquier poder fáctico el resto de nuestras vidas. Que
las fuerzas de seguridad, a partir de ahora podrán intervenir en nuestras vidas
a su antojo, como hacían durante la dictadura. Es desalentador, desde luego,
eso de no hacer nada nunca bien. Y muy curiosa la procedencia de ese tipo de
análisis. Al final va a ser cierto aquello de que los extremos se tocan.
Veo las caras de los que
opinan sobre la pandemia en la tele. Demasiados rostros son los mismos de
siempre, con igual sesgo. Si adivinas lo que van a decir los tertulianos, las
excusas que va a poner, los argumentos que va a esgrimir, es que el engranaje
que permite avanzar a una sociedad libre y crítica está definitivamente
gripado.
Todos los sueños que no
remiten al pasado suceden ahora en el mundo del coronavirus. Al menos los míos.
Cuando sueño con algo relativo a mi pasado despierto como regresando desde un
tiempo remoto.
Pienso, cómo no, en toda
la gente a la que le ha cambiado drásticamente la vida. En el investigador
privado, por ejemplo, que ya no puede cumplir su misión. Se acabaron los paseos
en moto disfrazado, las horas de vigilancia callejera haciendo fotos comprometedoras
con el móvil. Ahora está obligado a esperar sentado las ayudas para los
autónomos, a ser únicamente él mismo por no se sabe cuánto tiempo.
He descubierto que no
necesito palabras de aliento del presidente del Gobierno. Ni actitudes
paternalistas. Me cansan sus largas y ensayadas intervenciones. Pienso que
debería limitarse a mostrar solo el resultado de su trabajo. Aquí nadie llega
al poder para asumir a pecho descubierto la realidad ni para dar la cara ante la
libertad de prensa, ni siquiera la prensa, ya lo sabemos. Solo deseo sinceridad,
datos reales y fidedignos, a poder ser esperanzadores, claro, pero contrastados.
Información sobre qué cosas y cómo se están haciendo para resolver la
saturación del sistema sanitario, la falta de medios, las condiciones de
trabajo de los profesionales, la situación de los enfermos. No necesito casi
nada de lo que hay: no necesito el vomitivo aire de superioridad de todos aquellos
que creen saber qué precisa conocer el pueblo, qué siente, qué piensa. No
necesito dentelladas al aire ni gente que ahonda en la herida, que tira del
hilo de cualquier error gubernamental hasta formar una madeja de la que después
comenzar de nuevo a tirar. Pero tampoco palmeros del Gobierno que afean que los
medios saquen a relucir y opinen sobre la cifra de muertos, por ejemplo. Ni
gente que desliza que si no hay material que garantice la seguridad del
personal sanitario, estos tienen que apechugar y remangarse, sin más; cuando
hay un nivel inasumible de infectados entre ellos y muchos han muerto por
llevar a cabo su trabajo. La Ley del listón, ya se sabe: magnifico sus errores
y exijo excelencia y resultados inmediatos al de enfrente y justifico hasta la
indecencia los fallos y carencias de los míos. La línea de división es cada vez
más robusta. Nunca se resquebrajará.
04 abril 2020
03 abril 2020
EL HOMENAJE A BERLANGA (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA II)
Las zapatillas en la
ventana, empapadas por la lluvia, inician su cuarentena sobrevenida. Hoy no
harán la compra conmigo. La camisa y los pantalones limpios, los mismos de
siempre, junto con la chaqueta, ya están preparados para su misión semanal. El frío
permanece, hoy un poco más húmedo. En los furgones del pan leo “pandemia” en
vez de “panadería”: “Pandemia González, siempre cerca de casa”. En la sección
de frutas y verduras, con dos capas de guantes y la visión empañada, lograr
abrir las bolsitas de plástico es alcanzar un estado superior, el dominio
absoluto de la situación.
Ha muerto Rafael Berrio, me entero por las redes
sociales. Sus canciones se agolpan en mi memoria sigilosas y respetuosas, como
era él. Se van intercambiando, libres de redes, plenas de aliento; densa
nocturnidad llena vida. Son la plasmación de la sabiduría de unos pies que
nunca dejaron de inventar su camino; de unos ojos que nunca cesaron de
observar. Llevo todo el día canturreándolas sin darme cuenta, abrazado fuertemente
a ellas.
“Nosotros
damos tratamiento a todos nuestros pacientes, pero sí es verdad que tenemos que
adecuar los medios que tenemos a los pacientes que tienen un mejor pronóstico.
Porque no tenemos respiradores para todos. Es algo muy parecido a lo que ocurre
con un trasplante de órganos, que siempre se selecciona a aquel receptor que
tiene una mayor posibilidad de vivir…”, dice la doctora por la
radio.
Ha muerto en Estrasburgo,
donde tenía su residencia, el almeriense
Rafael Gómez Nieto, a los noventa y ocho años. El Covid-19 se lleva al
último superviviente de La Nueve, la legendaria compañía de la Segunda División
Blindada del ejército francés. Fue uno de los muchos españoles que, enrolados en
ella, ayudaron a liberar París en 1944 de un yugo similar al que atenazaría a su
propio país durante décadas. “Hasta hace solo diez días conducía, cocinaba, se
ocupaba de su hogar y hacía vida plena y autónoma”, dice la prensa. Era mayor,
pero maldigo que haya llegado su hora de esta manera, y en estos tiempos.
Es temprano aún. Solo
ante la ventana me hallo, en silencio; pero me siento rodeado de gurús y trileros
que, con una mano tapan la parte de la realidad que les incomoda y con la otra
te plantan ante las narices la que les conviene. Eso es España ahora, o ahora
más que nunca: una constante emboscada de bocazas y manipuladores que
construyen su discurso pisoteando el del vecino. Es temprano, decía, y alguien
pasea sigiloso por la calle, lleva una mascarilla y un brazalete amarillo
(más bien un pañuelo mal anudado) para que nadie se fíe a la hora de increparlo
desde el balcón, incluso a las siete y pico de la mañana; en esta sociedad que
duerme con un ojo abierto, anhelante de cualquier novedad que compartir. Se detiene
cada cuanto y parece ir depositando cosas en el suelo. Se agacha junto a las
ruedas de los coches, en las jardineras, en los portales, en los cierres polvorientos
de los negocios. Sigo su periplo con interés, pero no con interés creciente, más
bien un interés que no termina de levantar el vuelo, ausente pero persistente.
Ya es de día.
La televisión está puesta
sin voz. La tenemos garantizada. El Gobierno va a repartir 15 millones de euros
entre las televisiones privadas para que nos sigan entreteniendo y contando toda
la verdad (en un momento así, qué menos que recibir información veraz, como dice
la Constitución). Muy agradecido. La comunicación es lo más importante cuando
no tienes garantizada la imposición del silencio.
“…En
situaciones límite como esta, tenemos que ver muy bien quiénes se benefician de
unas medidas y quiénes de… otras”. Termina la doctora.
Recorro kilómetros en mi
bicicleta estática. Escucho el traqueteo de mi vecino de arriba, justo en la
misma habitación ¿Otra bicicleta? Ahí vamos los dos, en carrera vertical, quizá
tratando de huir de este telón negro que no nos persigue, porque ya nos
envuelve. El miedo persiste en los huesos. Las punzadas de la desazón aumentan.
Volviendo de la compra
veo a un par de policías hablando a distancia con una señora. Tres personas
conversando en la calle consiguen que me dé un vuelco el corazón. Los agentes
se agachan y recogen cosas del suelo. Son billetes falsos, más pequeños que los
auténticos. Por lo que infiero, alguien les avisó de tanto ver merodear por la
zona al del brazalete amarillo. Por lo visto iba dejando billetitos falsos por
todas partes. “Corrió la voz en twitter
de que a las ocho de la tarde se podría encontrar dinero en esta calle”, grita
desde un balcón un chico con una guitarra. Todo un amargo homenaje a Berlanga
abortado gracias a la colaboración ciudadana.
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