24 abril 2020

UN LUGAR MEJOR (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA VIII)

Unas noches después, el detective se presenta desnudo de cintura para arriba tras la cortina, a la que se acerca mirando ya directamente a través de los prismáticos. Ha decidido cambiar radicalmente el decorado. No tiene por qué ser él mismo. Eso enlentece siempre el proceso a la hora de venderse, de ofrecerse. Ha invertido toda la tarde en pintarse enigmáticos tatuajes que ha copiado de internet a lo largo de los brazos y en el abdomen. Toda una tarde del confinamiento recorriendo su piel con rotuladores negros de distinto calibre, sin pensar en otra cosa, sin salir a comprar al supermercado, sin escuchar la radio, ajeno a los aplausos y a las sirenas que devuelven saludos. No contento con eso, coloca en el campo de visión que quiere ofrecer a la investigadora una estantería blanca polvorienta que arrastra desde su dormitorio. La llena de libros calculadamente desordenados y coloca con estudiado desorden las botellas que aguardaban en una bolsa, en el recibidor, su próximo destino en el contenedor de vidrio. A última hora las rescata y les concede unas horas, quizás unos días más. Les ofrece la actuación más importante de sus vidas. Ser piezas relevantes de un entramado falso y esperanzador. Se ha inspirado en los tertulianos que aparecen ahora en la tele desde sus casas, a través de las ya habituales conexiones en línea. Está seguro de que calibran cuidadosamente lo que se ve a su espalda. Estudia a fondo cada detalle de sus decorados. Quiere estar a la altura de la imagen bohemia que se ha fabricado de la investigadora. La sabe capaz de todo. Capaz de ser libre, de saltar las barreras. Esta madrugada ella no ha encendido la luz. No aprecia ningún destello desde su apartamento. Y ya la imagina muy lejos, cargando su gran maleta rosa en un coche, presta a recorrer un país con poco tráfico. Segura de que nadie osará detenerla.

Leo acerca del mercadeo de mascarillas y geles desinfectantes. La limitación de precios implicará que nadie las importe al no resultar rentables, y tendremos que terminar acudiendo al mercado negro para conseguirlas. Informaciones de este jaez, cogidas con alfileres, agoreras y apocalípticas, que se mezclan con análisis críticos mucho más sensatos (a los que restan impacto, al hacerlos caer en el mismo saco), tratando de socavar al Gobierno, abundan. Siempre han abundado, de hecho. Pero me creo capaz de distinguirlas, o al menos de tomarlas con la debida precaución. No necesito que nadie me diga cuándo callar y cuándo quejarme. Leo y escucho palabras; demasiadas, incluso para alguien como yo, que las adora. Entran en mí, me recorren y desaparecen. Cada vez son menos las que se quedan.

El sol inunda las calles. El gato de enfrente tiembla mientras se sacude el tedio y bosteza. Una rama de un árbol roza su ventana, le ofrece una salida de emergencia para darse un garbeo, pero no acepta. Ninguno queremos riesgos. Parece que el buen tiempo se asienta, a pesar de que “abril sigue en modo montaña rusa”, según dice una periodista por la radio. En el patio interior, algunas máquinas de aire acondicionado vibran, los pájaros se posan en ellas, acostumbrados ya a sentir su traqueteo y echar a volar. Una gran toalla tendida vuela espléndida saludando a la primavera. Leo en ella “paradores” en grandes letras. Hay una acumulación de quietudes que ahogan y me traen a la memoria el poema “Cuadrados y ángulos” de Alfonsina Storni:
Casas enfiladas, casas enfiladas,
casas enfiladas.
Cuadrados, cuadrados, cuadrados.
Casas enfiladas.
Las gentes ya tienen el alma cuadrada,
ideas en fila
y ángulo en la espalda.
Yo misma he vertido ayer una lágrima,
Dios mío, cuadrada.

Por la noche escucho a Robert Johnson a través del móvil. En la más absoluta oscuridad, solo destaca la pantalla rectangular. En el silencio más absoluto, la música se va desgranando por los auriculares. Robert, amigo, al final todo termina condensado ahí. La leyenda del cruce de caminos, la amenaza constante del precipicio, tu determinación por huir de tu destino y dedicarte por entero a la música, el polvo en los zapatos recorriendo con tu guitarra los garitos y las esquinas de Friar’s Point, Clarksdale o Helena, la magia de tu slide. Las veintinueve canciones grabadas en los estudios de grabación de San Antonio y Dallas. Las diferentes tomas, los descansos entre ellas, los cigarrillos, las ilusiones. Las historias que volcabas en tus letras. Las noches, el vagabundeo. Las pintas de güisqui, las peleas, la soledad, la idea que empieza a brillar y acaba por tomar forma entre tus dedos encallecidos. Tu impetuoso individualismo, al que yo ni me acerco. Más bien lo contrario. Últimamente flaqueo y me imagino comulgando en sociedad, relajando todos los músculos. Eliminando cualquier crispación de mi interior.


No sé, Robert, he estado pensando estos días y creo que podría hacerlo. Podría reírme con los humoristas y leer a los columnistas correctos. Aceptar la ortodoxia como heterodoxia (últimamente observo a gente que me puede ayudar a obedecer, y no es tan complicado; puedes pasar incluso por desobediente, si te lo sabes montar). No opinar ni pensar contra el Gobierno. Ser uno con él en pos del bien común. Acatar. Dar por sentada su buena voluntad; confiar en su buen hacer. Callarme si no voy a aportar soluciones definitivas. Ser muy prudente y delegar para siempre las decisiones y reflexiones de calado en manos expertas; en gente más preparada que yo, y que sabe lo que me conviene. No buscarle tres pies al gato ni hacer caso jamás de habladurías no confirmadas por los canales oficiales. Disfrutar de mi pequeño espacio de libertad personal, pero sin dejar de deberme al pueblo. No dudar por mí mismo. Sentirme protegido. Dejarme cuidar y rearmar éticamente; y no morder nunca la mano que me ampara y me aleja del precipicio de la sinrazón y el odio. Desear que ningún elemento desestabilizador desequilibre el estado de las cosas ni altere el curso de los acontecimientos. Hacer oídos sordos a las mentiras. Desear fervientemente que la Ley acalle los embustes. Rechazar el nubarrón de cualquier pensamiento extraño. Así podría avanzar como persona, claro. Adensar mi conocimiento, mi imaginación incluso, transitando un camino limpio, sin dobleces y poco o nada sospechoso. Podría, por qué no, poner mi creatividad al servicio de un bien superior. Y, sobre todo, llegar a asumir algún día que con esta actitud puedo colaborar a hacer del mundo un lugar mejor. 

18 abril 2020

PUZLES (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA VII)


Anoche soñé que escuchaba con toda nitidez cosas que pasaban fuera. Muy lejos de estas cuatro paredes. A lo mejor un día las cuento.

Todos nos deseamos suerte al despedirnos, después de hablar por teléfono, programando encuentros para un futuro incierto. En las fachadas los toldos son ahora las banderas que mueve levemente el viento. Vemos pasar lentamente el engranaje de las estaciones y la meteorología por delante de nuestros ojos. Las primeras y vertiginosas opiniones sobre el proyectado “ingreso mínimo vital” del Gobierno (esa ayuda que al parecer complementará las ya existentes para familias que se hayan quedado sin recursos, en buena medida por culpa de esta situación), que la denominan “la paguita”, son las típicas reacciones superficiales de la boca llena. Y, por supuesto, el exabrupto de un liberalismo cerril, no tan visceral como parece, profundamente egoísta y aviesamente interesado en tomar la parte por el todo.

Son las ocho en punto de la tarde. La Policía local pasa muy despacio, con todas las luces encendidas. Manos enguantadas de azul saludan desde el vehículo. Se respira, durante ese minuto, un ambiente de verbena popular imaginaria. Casi veo las guirnaldas cruzando la calle de un edificio a otro. De un abigarrado balcón a otro. Salen personas alegres que aplauden, y otras que arrastran sus ojeras al balcón, voluntariosamente disfrazadas para la ocasión de personas alegres. Llega un momento en que se confunde la privacidad. Veo por una ventana a unas chicas trajinando con una sábana gigante. Una recorta tijera en mano entre risas y cuchicheos, y la otra aplica pintura. Cuando terminan, ambas se prueban las sábanas y se miran en el espejo. Una ha tropezando y casi se cae. Creo que se han disfrazado de fantasmas con unas sábanas amarillentas que llevaban décadas dobladas en el fondo de algún armario. Desaparecen a trompicones de la habitación y aparecen en mitad de la verbena en su balcón gritando “¡somos la muerte!”, agitando los brazos dentro de sus sábanas cuarteadas y manchas de pintura roja, y ululando; como si nadie las hubiese visto durante largo rato preparar su siniestra sorpresa.  

Mi exprimidor es muy antiguo. Tiene prácticamente veinte años. El FBI podría usarlo como detector de mentiras. Cuando estoy tranquilo, sosegado, el zumo de naranja sale a la perfección, todo va como la seda. Sin embargo, si estoy intranquilo, nervioso o disperso, se conoce que aprieto sin darme cuenta y comienza a berrear y a emitir extraños ruidos. Un día de estos va a empezar a echar humo.

La investigadora de la gran maleta rosa entra dos bloques más allá, casi enfrente del edificio del detective. Él tiembla ostensiblemente al averiguar cuál es su piso. Con la boca seca, pasea pacientemente sus prismáticos al anochecer. No puede ni quiere dormir. Mientras piensa si cobrará la ayuda por “cese de la actividad” para los autónomos, la ventana de la investigadora se ilumina. El corazón le da un vuelco. La mira encender un cigarro y pasear en camiseta de tirantes. Luce un tatuaje a lo largo del brazo izquierdo; mientras lo mira parece crecer. ¿Qué será? Como no lo ve bien, puede ser lo que él quiera: un dragón, un mapa de Portugal, una metralleta, alguien de espaldas con las manos en los bolsillos. El tatuaje puede ser otra puerta digna de abrirse si todas las demás se cierran. Ella desaparece unos segundos de su campo de visión; cuando consigue volver a enfocarla descubre que ella también le observa a través de unos prismáticos. Una vez que se sabe descubierto, decide aguantar la mirada hasta el final. Tiene la boca seca y las ganas de volver a fumar lo invaden por completo. Ella sonríe y hace como que se dispara en la sien con el dedo índice. Su boca dice “pam”, y él lo escucha con más nitidez que ninguna otra cosa que haya escuchado en su vida.

El vecino del balcón de al lado no habla mucho, pero siempre levanta los brazos animando cuando el dj de enfrente saca los platos para pinchar. Ayer, cuando terminó de llover y salió un sol impetuoso, él ya estaba en su balcón con su silla plegable y la mesa alargada en la que lleva semanas haciendo un puzle. De vez en cuando echo un vistazo, veo cierta progresión, muchas piezas colocadas, pero no adivino qué puede ser. Como siempre mira sonriente al frente mientras está con él, a lo mejor trata de completar un puzle eterno de lo que ven sus ojos, acaso construye plácidamente un mundo nuevo.

A lo que iba. Con la calle aún húmeda, se acercó y me relató que, cuando era niño, hace como sesenta años, en su pueblo había una zona donde nunca llovía. “Un rodal con dueño”, señaló, y después calló durante unos segundos esperando la reacción de mi rostro cansado. Se trataba de un espacio a cielo abierto que jamás se mojaba y en el que nadie osaba ponerse a cubierto de la lluvia, pues hacía un frío glacial que no había manera de combatir. Lo llamaron por el móvil en ese momento y corrió hacia su salón no sin antes prometerme que en otro momento me contaría toda la historia.

El Gobierno pregunta en la última encuesta del CIS si en estos momentos habría que prohibir la difusión de informaciones “poco fundamentadas”, remitiendo toda la información sobre la pandemia a fuentes oficiales. Un 66,7% de las personas encuestadas apoyan esa idea, frente a un 30,8% que se inclina por no restringir ni prohibir ningún tipo de información. Resulta extremadamente inquietante que en una democracia se plantee la posibilidad de sustituir el criterio del ciudadano (que estos desarrollen un criterio propio desde la infancia es clave para una convivencia sana, libre y respetuosa), prohibiendo o limitando la información y su acceso a ella más allá de lo ya recogido en las leyes. Y más usando un lenguaje tan ambiguo. Pensar que sea el Poder quien decida la información que debe llegar a la población en según qué circunstancias es peligroso y, también, altamente sospechoso. Aunque no tan desolador como que tan alto porcentaje esté de acuerdo con esa aviesa (segunda vez que uso hoy la palabra) tentación de sustraer derechos y libertades. Los verificadores de bulos ya sobrevuelan las redes a sus anchas. Facebook ha contratado a un par de empresas españolas de verificación propiedad de periodistas en activo que trabajan o han trabajado hasta hace poco para medios concretos. Estos gringos no tienen ni idea de cómo se cuecen aquí las habas, desde luego.  Una de ellas ya ha tenido que rectificar (solo por la polvareda levantada) y permitir la publicación de una noticia censurada inicialmente. Yo los imagino dentro de un robot gigante que conducen desde el cerebro, como Mazinger Z; valorando con herramientas en ocasiones poco contrastables qué información pasa su filtro y a cuál hay que aplicarle el implacable puño silenciador de su poderoso robot-mordaza.

Herta Müller mira hacia la derecha en la portada del libro. Me gustaría hacer un puzle gigante de su rostro, tan grande e ilusionante como el de mi vecino.

14 abril 2020

ESPACIOS EN BLANCO (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA VI)

El gato del balcón que tengo justo enfrente es de color marrón claro, enorme. Es un gato hastiado, bostezante; asomado casi siempre a la misma ventana, con la mirada de un personaje de Juanjo Guarnido. A veces recorre a su dueña de hombro a hombro cuando está sentada, lentamente. Una y otra vez. El cuerpo de ella cede ante su peso. Creo que así nos sentimos todos en algún momento durante cada día de este confinamiento, aunque no tengamos mascota. Ya lo dijo el poema: “El tiempo es el gato más silencioso que conozco”.

Se fue la luz y borró todo lo que había escrito. Saltó el diferencial. “I found that essence rare” de Gang of Four se cortó bruscamente. La oscuridad, unida al silencio total y al encierro, transmite un miedo nuevo, paralizante. Un precipicio de negritud sin referencias ni asidero alguno. Una sensación absoluta de desconexión.

Tranquilos, la economía puede volver a crecer tan torcida como siempre. Que se lo pregunten a esa madre que recorre farmacias para comprar a precios desorbitados las mascarillas y guantes que le niegan a su hija en su puesto de trabajo; al que no ha faltado en ningún momento por ser catalogado como esencial.

El merodeador va por la acera escudriñando cautelosamente el interior de los coches con la esperanza desvaída de encontrar algún olvido suculento de última hora. Su mascarilla blanca le tapa casi toda la cara, lo emboza. Parece de calidad, buena merca adquirida a través de contactos inaccesibles para mí que envidio en la distancia. Pienso, por un momento, que deberían haberlo incorporado a la delegación del Gobierno que compró el material a China, quizá nos hubiese ido mejor. Está, inquieto e impaciente, ante un festín insípido de vehículos polvorientos que parecen petrificados, que no ofrecen nada relevante. Se detiene ante uno ya desvalijado, con la ventanilla rota del conductor cubierta cuidadosamente de plástico negro, imagino que por su resignado dueño. Valora el trabajo y, de pronto, hace trizas su actitud cautelosa lanzando una de las piedras que lleva apretadas en la mano contra la ventanilla de una furgoneta que ni se entera. Pedradas rabiosas contra la mala suerte, aunque una fuerza magnética negativa parece haber succionado su determinación. Ante el ruido, la gente aparece a la vez en los balcones con toda su explosión de furor y color.

Comienza a llover, la calle está más lejos ahora. El detective ha perdido momentáneamente de vista al merodeador con los prismáticos. Él también está impresionado por la calidad de su mascarilla, algo ennegrecida, todo sea dicho. Piensa que es una FFP2 con válvula de exhalación, una pasada. Recuerda, con cierta nostalgia, las conversaciones sobre mascarillas que solía mantener a finales de febrero con su cuñado. Sin embargo, su imaginación no hace más que mostrarle la imagen de una persona que yace en algún callejón golpeada por alguien que le ha robado cartera, reloj y mascarilla.

La lluvia arrecia y las gotas empiezan a colarse por el cristal roto del coche violentado. El merodeador contempla la lluvia refugiado en un portal. Ve líneas blancas precipitándose enfurecidas, rectas o diagonales, sobre una calle igual de vacía que antes. “Es la lluvia más limpia que ha caído en años”, se dice.

Los prismáticos del detective encuentran a alguien que camina a los lejos, bajo la lluvia. Arrastra una gran maleta rosa de ruedas. Parece una chica. Deduce que es una investigadora que vuelve de participar en un congreso en un país extranjero y que, a pesar de las noticias, no se imagina llegar y encontrarse Granada completamente desierta. Su calle vacía, salvo por la presencia de un delincuente oculto en un portal que la saluda al verla pasar. Ella ni siquiera lleva mascarilla, y envidia secretamente la de ese hombre que parece sonreírle.  Al detective le tiembla la voz de emoción en momentos así, incluso cuando habla consigo mismo.


Anochece entre manos diligentes que ordenan y limpian; niños de colorean; voces que cotorrean, susurran, cantan o discuten; risas ahogadas. Trasiego de platos y de dedos sobre mandos a distancia y teclados. Móviles encendidos en aquella penumbra nocturna que antaño solo iluminaba la televisión. El orden de la cocina marca el de las cabezas. Recetas impresas pegadas en la pared de azulejos. Peleas y reproches por el agua caliente de la ducha tras la sesión de pilates en línea. Hay algo frenético dentro de la aparente quietud. Todos rellenando espacios en blanco.

11 abril 2020

CLAXON (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA V)


El detective vigila los edificios de enfrente con sus prismáticos, no lo puede remediar. Da un barrido rápido de vez en cuando porque, al contrario de lo que pasaba antes, no hace más que toparse con gente asomada a cualquier hora. Se lo suelen tomar a broma, y algunos le muestran el dedo corazón. Mejor dejarlo hasta bien entrada la noche.

Veo en la portada del diario El Mundo una foto en la que aparecen muchos ataúdes alineados en la pista del Palacio de Hielo de Madrid, que en estos momentos ejerce de morgue improvisada ante la avalancha de cadáveres, lo cual ya de por sí corta la respiración. Parece que algunas personas la ven malintencionada o innecesaria. Yo opinaría como ellos si la sacasen cada mañana, pero creo que es una instantánea que formará parte de nuestra historia y que no deberíamos olvidar nunca, al igual que tantas otras cosas que nos están pasando en esta época aciaga que jamás hubiésemos imaginado, incluidas las más estimulantes y esperanzadoras, que sí conforman la inmensa mayoría de las imágenes que nos llegan. Es evidente que este periódico es contrario al Gobierno, que desea que pierda el poder cuanto antes, y que le encantaría colaborar a ello con la mencionada portada; pero la foto en sí no me parece escandalosa. Ojalá hubiese aparecido en un medio afín, ya que no los hay neutrales, que demostrase a todos sus lectores que la información siempre debe estar por encima del politiqueo. Si tuviese un familiar dentro de uno de esos féretros, no sé realmente qué pensaría de la foto (creo que más bien me obsesionaría pensando en las razones que lo llevaron ahí). Pero tampoco sé qué pensaría del Gobierno ni de los que defienden su actuación a capa y espada en los medios.  

La cosa sigue plomiza. Llamas a amigos cuyos padres son mayores a ver qué tal les va, o ellos te llaman a ti. El número de infectados en la provincia de Granada sigue creciendo, ya son 890 personas hospitalizadas, y empiezas a dar por sentado que más de un conocido habrá. La gente que puede, envía a sus seres queridos las ansiadas mascarillas por correo. Hay colas ante las oficinas, y las administraciones están pensando que algo tienen que hacer al respecto. Aplausos. Los amigos que trabajan en farmacias no te contestan cuando les mandas un mensaje para ver si les quedan. Así está la cosa a día de hoy. Alguien escribe un mensaje recordando lo perjudicial que es para las defensas del organismo ante el virus abusar de harinas y chocolates. Todo plomizo, de un gris untuoso.

La policía ha desalojado la Catedral de Granada durante una misa del arzobispo. No cabe mayor egoísmo que el demostrado por estos fieles tan desleales con el prójimo. No puedes llamarte ser humano si no miras por el otro en la medida de tus posibilidades.

Escucho el segundo elepé de La Granja, “Soñando en tres colores”, no recordaba lo bueno que era. Las canciones se suceden inspiradas, manteniendo un nivel similar, altísimo. Siempre me encantó su sonido, y recuerdo cuánto lamentaba que “Debajo de las piedras” de 091, no sonase tan compacto. Miro la preciosa carpeta que se abre y leo en una etiqueta que lo compré el 14 de abril de 1988. Han pasado treinta y dos años. Mientras la música suena, veo en la televisión sin volumen políticos en el Congreso de los Diputados. Sé que no voy a escuchar nada relevante. Las posturas están claras, y si les da por adornar o dar profundidad a su discurso, sus asesores seguramente fusilarán pasajes de lo dicho alguna vez por alguna persona brillante. Se siguen puliendo estrategias y, encima, se deslizan falsedades de diverso grosor sin asomo de vergüenza.

Llegan imágenes de animales campando a sus anchas por las calles vacías. La gente aplaude su presencia como una reivindicación de la madre naturaleza, una vuelta a los orígenes de la civilización; con la certeza de que, si se ponen pesados y no se largan, alguien del ayuntamiento los meterá en un camión y se los llevará a Dios sabe dónde. De todas formas, cuando la calle está desierta, hora tras hora, puedes ver todos los animales que quieras: una leona caminando lentamente de un coche a otro; un tigre bostezando y husmeando por la acera; un elefante absorto mirando cómo cambian las luces de los semáforos; grupos de cabras montesas despistadas sin saber qué dirección tomar ante tanta vastedad. La leona persiguiéndolas de manera vertiginosa por mitad de la calzada mientras escuchas nítidamente su carrera desesperada. Es tu escenario efímero, y puedes colocar lo que quieras.

Ya se notan las tardes. Me imagino pasando a la ropa de verano confinado. Observo vecinos hablando de balcón a balcón con medio cuerpo fuera. Se sienten inmunes a todo menos a una cosa. Ya no gritan como al principio. Se han adaptado y se comunican casi sin alzar la voz ¿Cuánto hace que no oigo un claxon?

08 abril 2020

SESENTA Y OCHO (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA IV)


Se acerca a nuestra cola de estacas una señora mayor con una mascarilla de tela celeste. Arrastra su carro. Se coloca al final y el vigilante de seguridad la sigue con la mirada mientras yo, entre la neblina de mis gafas empañadas, espero su gesto para acceder al hipermercado. Sin dejar su puesto gesticula, imagino que la va a llamar, pues tiene preferencia. Sin embargo, se decide por la seguridad del dato y, por no abandonar su posición, lanza la pregunta a larga distancia: “¡Señora!, ¿cuántos años tiene usted?”. Se produce un breve silencio, la fila se vuelve hacia ella sin emitir sonido alguno. La señora se dirige a la persona que tiene delante y le dice algo que esta comparte con la siguiente, y así sucesivamente hasta llegar a la que me sigue en la cola, que me dice: “Sesenta y ocho, dile que tiene sesenta y ocho”. Doy un paso y el vigilante, como dueño absoluto de esos minutos de nuestras vidas, extiende su brazo derecho hacía mí para evitar mi avance. Me detengo en seco, mostrando las palmas de mis manos en son de paz, y le susurro, retirando por un segundo mi mascarilla, que tiene sesenta y ocho. Él, presto y seguro de sí, asoma la cabeza a la cola y grita: “¿Sesenta y ocho años?, ¡pase señora, tiene usted preferencia!”, llamándola a la vez con un gesto firme de su mano derecha. Cuando la señora pasa a mi lado, el vigilante se me acerca y me advierte con el dedo índice levantado: “Usted se espera, ¿entendido?”, volviendo después a su sitio como si acabara de resolver un conflicto internacional. Sí, ha quedado claro.

Pienso en Luis Eduardo Aute, que acaba de fallecer. Siempre lo he relacionado con Antonio Vega, aunque sean tan distintos en tantas cosas. Se trata de creadores solitarios, ajenos a modas e influencias inmediatas o previsibles. Son cultivadores de mundos propios que van desgranando en las letras de sus canciones. Voces personales que transmiten intimismo y engañosa fragilidad desde un claroscuro muy particular. Dos estilos en sí mismos que quedan plenamente confirmados cuando a la gente le da por versionarlos: entre los que se pasan y los que no llegan, nadie canta sus composiciones como ellos.

El detective privado de la tercera parte camina por Hipercor. Lleva su mascarilla y da vueltas sin rumbo. Cuando algún empleado se acerca, astutamente hace como que echa algo en su carro vacío. Ahora se dedica a tratar de adivinar las caras tras las máscaras. Cree que, observando a las pocas personas que realizan su compra, podrá averiguar cosas acerca de ellas. No sería raro que una pareja de amantes, a la que le es imposible verse en estas circunstancias, quedase para salir a comprar a la misma hora. Para estar al menos a un par de metros de distancia. Para lanzarse mensajes a través de la ropa elegida o el peinado. La emoción del momento aún inexistente lo consume. Está entrenando, por lo que parece, o quizá delirando. Las tarjetas de visita queman su escritorio, en la guantera de su coche, en su bolsillo. Todo arde, nada se mueve.

Antes me inquietaba pensar que los gobernantes sabían, y nos ocultaban, muchos datos cruciales que los demás desconocíamos. Pero ahora me intranquiliza mucho más la sensación de que, ante determinadas situaciones, están tan desinformados como el resto.

Si fuésemos personas responsables, los bulos tendrían muy corta vida en internet. Pero son, para muchos, por no decir para la mayoría, el maná que masajea y lubrica su maquinaria ideológica, que confirma sus posiciones; son la munición que llega milagrosa cuando se encuentran desalentados en su lucha ciega contra el enemigo que comienza a rodearlos. La excusa para, con un clic, sacar gozosamente toda esa maldad que su propia cobardía les impide mostrar en la vida real. La oportunidad para recibir guiños de complicidad por una vez, aunque sea virtualmente. Que la prensa les dé pábulo es absolutamente repugnante. Quizá por eso, porque lo que se publica en España generalmente es un brebaje donde la verdad se gradúa a conveniencia, y la palabra objetividad está totalmente chamuscada, tendemos a mirar siempre a ver qué dictamina acerca de nuestros problemas la prensa internacional. No sé hasta qué punto alemanes o estadounidenses se desviven por saber que dicen los medios españoles acerca de cómo gestionan sus asuntos. Artículos en The New York Times, Bloomberg, The Guardian, Financial Times… Cada cual levanta y saca a hombros el titular que más le conviene.

El vecino de arriba hace un ruido ansioso, como si escalara una montaña cada tarde. Es un depredador del deporte. Cierta impaciencia pasea nerviosa por las paredes.

En el balcón, mirando la calle vacía, las fachadas mudas tras la tanda de aplausos de las ocho de la tarde. Me imagino a Aute y Vega asomados en el edificio de enfrente. Qué compondrían ante este vacío, a veces tan insoportable; qué pintaría Aute. Me gustaría soñar que charlo con ellos.

06 abril 2020

VER CAER UN PÁJARO (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA III)


Creo que si viera caer un pájaro muerto desde el cielo no me impresionaría. Todo es impredecible. Todo es posible. Todo es asumible ahora.

Se acerca el momento estelar, el punto hispánico de inflexión que tenía que llegar durante este doloroso desastre: el de los espabilados. Si se confirma la idea que sopesa el Gobierno de establecer la obligatoriedad del uso de mascarilla, es posible que necesites un buen contacto que te las proporcione para poder salir sin que te detengan. Si la cosa sigue in crescendo, y se valora la posibilidad de permitir tener una vida normal a las personas inmunizadas que no transmitan el virus, proliferarán los falsificadores de salvoconductos. El abanico de posibilidades delirantes que ofrece esto último eriza la piel.

Pensaba que estábamos siendo ejemplares y civilizados con nuestra actitud. Que seguir las indicaciones y cumplir con esmero las normas de seguridad ante la posibilidad de contagio, organizarse bien, quedarse en casa y demás, era un signo de madurez y civismo. Pero parece que no. Resulta que hay quien piensa que se trata de una actitud servil, que somos borregos que obedecemos sin rechistar. Que ya estamos todos preparados y maceraditos para acatar en silencio las órdenes y caprichos de cualquier poder fáctico el resto de nuestras vidas. Que las fuerzas de seguridad, a partir de ahora podrán intervenir en nuestras vidas a su antojo, como hacían durante la dictadura. Es desalentador, desde luego, eso de no hacer nada nunca bien. Y muy curiosa la procedencia de ese tipo de análisis. Al final va a ser cierto aquello de que los extremos se tocan.  

Veo las caras de los que opinan sobre la pandemia en la tele. Demasiados rostros son los mismos de siempre, con igual sesgo. Si adivinas lo que van a decir los tertulianos, las excusas que va a poner, los argumentos que va a esgrimir, es que el engranaje que permite avanzar a una sociedad libre y crítica está definitivamente gripado.

Todos los sueños que no remiten al pasado suceden ahora en el mundo del coronavirus. Al menos los míos. Cuando sueño con algo relativo a mi pasado despierto como regresando desde un tiempo remoto.

Pienso, cómo no, en toda la gente a la que le ha cambiado drásticamente la vida. En el investigador privado, por ejemplo, que ya no puede cumplir su misión. Se acabaron los paseos en moto disfrazado, las horas de vigilancia callejera haciendo fotos comprometedoras con el móvil. Ahora está obligado a esperar sentado las ayudas para los autónomos, a ser únicamente él mismo por no se sabe cuánto tiempo.

He descubierto que no necesito palabras de aliento del presidente del Gobierno. Ni actitudes paternalistas. Me cansan sus largas y ensayadas intervenciones. Pienso que debería limitarse a mostrar solo el resultado de su trabajo. Aquí nadie llega al poder para asumir a pecho descubierto la realidad ni para dar la cara ante la libertad de prensa, ni siquiera la prensa, ya lo sabemos. Solo deseo sinceridad, datos reales y fidedignos, a poder ser esperanzadores, claro, pero contrastados. Información sobre qué cosas y cómo se están haciendo para resolver la saturación del sistema sanitario, la falta de medios, las condiciones de trabajo de los profesionales, la situación de los enfermos. No necesito casi nada de lo que hay: no necesito el vomitivo aire de superioridad de todos aquellos que creen saber qué precisa conocer el pueblo, qué siente, qué piensa. No necesito dentelladas al aire ni gente que ahonda en la herida, que tira del hilo de cualquier error gubernamental hasta formar una madeja de la que después comenzar de nuevo a tirar. Pero tampoco palmeros del Gobierno que afean que los medios saquen a relucir y opinen sobre la cifra de muertos, por ejemplo. Ni gente que desliza que si no hay material que garantice la seguridad del personal sanitario, estos tienen que apechugar y remangarse, sin más; cuando hay un nivel inasumible de infectados entre ellos y muchos han muerto por llevar a cabo su trabajo. La Ley del listón, ya se sabe: magnifico sus errores y exijo excelencia y resultados inmediatos al de enfrente y justifico hasta la indecencia los fallos y carencias de los míos. La línea de división es cada vez más robusta. Nunca se resquebrajará.

03 abril 2020

EL HOMENAJE A BERLANGA (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA II)


Las zapatillas en la ventana, empapadas por la lluvia, inician su cuarentena sobrevenida. Hoy no harán la compra conmigo. La camisa y los pantalones limpios, los mismos de siempre, junto con la chaqueta, ya están preparados para su misión semanal. El frío permanece, hoy un poco más húmedo. En los furgones del pan leo “pandemia” en vez de “panadería”: “Pandemia González, siempre cerca de casa”. En la sección de frutas y verduras, con dos capas de guantes y la visión empañada, lograr abrir las bolsitas de plástico es alcanzar un estado superior, el dominio absoluto de la situación.

Ha muerto Rafael Berrio, me entero por las redes sociales. Sus canciones se agolpan en mi memoria sigilosas y respetuosas, como era él. Se van intercambiando, libres de redes, plenas de aliento; densa nocturnidad llena vida. Son la plasmación de la sabiduría de unos pies que nunca dejaron de inventar su camino; de unos ojos que nunca cesaron de observar. Llevo todo el día canturreándolas sin darme cuenta, abrazado fuertemente a ellas.

“Nosotros damos tratamiento a todos nuestros pacientes, pero sí es verdad que tenemos que adecuar los medios que tenemos a los pacientes que tienen un mejor pronóstico. Porque no tenemos respiradores para todos. Es algo muy parecido a lo que ocurre con un trasplante de órganos, que siempre se selecciona a aquel receptor que tiene una mayor posibilidad de vivir…”, dice la doctora por la radio. 

Ha muerto en Estrasburgo, donde tenía su residencia, el almeriense Rafael Gómez Nieto, a los noventa y ocho años. El Covid-19 se lleva al último superviviente de La Nueve, la legendaria compañía de la Segunda División Blindada del ejército francés. Fue uno de los muchos españoles que, enrolados en ella, ayudaron a liberar París en 1944 de un yugo similar al que atenazaría a su propio país durante décadas. “Hasta hace solo diez días conducía, cocinaba, se ocupaba de su hogar y hacía vida plena y autónoma”, dice la prensa. Era mayor, pero maldigo que haya llegado su hora de esta manera, y en estos tiempos.

Es temprano aún. Solo ante la ventana me hallo, en silencio; pero me siento rodeado de gurús y trileros que, con una mano tapan la parte de la realidad que les incomoda y con la otra te plantan ante las narices la que les conviene. Eso es España ahora, o ahora más que nunca: una constante emboscada de bocazas y manipuladores que construyen su discurso pisoteando el del vecino. Es temprano, decía, y alguien pasea sigiloso por la calle, lleva una mascarilla y un brazalete amarillo (más bien un pañuelo mal anudado) para que nadie se fíe a la hora de increparlo desde el balcón, incluso a las siete y pico de la mañana; en esta sociedad que duerme con un ojo abierto, anhelante de cualquier novedad que compartir. Se detiene cada cuanto y parece ir depositando cosas en el suelo. Se agacha junto a las ruedas de los coches, en las jardineras, en los portales, en los cierres polvorientos de los negocios. Sigo su periplo con interés, pero no con interés creciente, más bien un interés que no termina de levantar el vuelo, ausente pero persistente. Ya es de día.

La televisión está puesta sin voz. La tenemos garantizada. El Gobierno va a repartir 15 millones de euros entre las televisiones privadas para que nos sigan entreteniendo y contando toda la verdad (en un momento así, qué menos que recibir información veraz, como dice la Constitución). Muy agradecido. La comunicación es lo más importante cuando no tienes garantizada la imposición del silencio.

“…En situaciones límite como esta, tenemos que ver muy bien quiénes se benefician de unas medidas y quiénes de… otras”. Termina la doctora.

Recorro kilómetros en mi bicicleta estática. Escucho el traqueteo de mi vecino de arriba, justo en la misma habitación ¿Otra bicicleta? Ahí vamos los dos, en carrera vertical, quizá tratando de huir de este telón negro que no nos persigue, porque ya nos envuelve. El miedo persiste en los huesos. Las punzadas de la desazón aumentan.

Volviendo de la compra veo a un par de policías hablando a distancia con una señora. Tres personas conversando en la calle consiguen que me dé un vuelco el corazón. Los agentes se agachan y recogen cosas del suelo. Son billetes falsos, más pequeños que los auténticos. Por lo que infiero, alguien les avisó de tanto ver merodear por la zona al del brazalete amarillo. Por lo visto iba dejando billetitos falsos por todas partes. “Corrió la voz en twitter de que a las ocho de la tarde se podría encontrar dinero en esta calle”, grita desde un balcón un chico con una guitarra. Todo un amargo homenaje a Berlanga abortado gracias a la colaboración ciudadana.