Inquieto, espera cada mañana junto al alféizar de la
ventana donde se posa, desde hace semanas, el mismo pájaro. La primera vez
vinieron dos, pero uno nunca más volvió. Por atraerlo, puso comida sobre la
superficie; mas era el pájaro escurridizo de siempre el que picoteaba el grano.
Ese que aterriza con estrépito y desaparece caprichoso en cualquier momento,
haciendo gala de su libertad de movimiento. Él no es persona de incertidumbres,
y ansía la paz de la presencia fiel del pájaro amigo. Así que ha comprado en
línea una jaula y ha madrugado para embadurnar de pegamento el alféizar.
27 mayo 2020
25 mayo 2020
ESPEJISMOS
Arrastro el peso de los
espejismos
que el tiempo ha
condensado
y convertido en persistente
recuerdo,
en constante presencia
entresacada del vacío.
Espejismos que
deslumbraron
deshaciendo los límites,
que alteraron los caminos
y diluyeron la
perspectiva.
Que trastocaron las
percepciones,
las sensaciones,
el mensaje de los rayos
de sol,
la dimensión de los
amaneceres.
Espejismos que no se van
nunca,
que agarran por los pies
y aún tapan los ojos.
Que envejecen con uno
y se acumulan
polvorientos,
desencuadernados;
hasta hacer de su
presencia
freno, cadena y filtro.
Recuerdo lejanamente,
alguna vez,
con un punto de violenta
lucidez,
cuando aún no tenía
espejismos:
solo mi miedo y la
inmensidad.
20 mayo 2020
NUESTRA RESPIRACIÓN
Nuestra respiración,
cuando se acompasa,
es la fuerza callada,
el abrigo invisible,
el orden transparente.
La mano capaz de templar
el impulso de las mareas.
Ese fino hilo del que pende
toda la maquinaria del universo.
19 mayo 2020
Y FINAL (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA XI)
Alguna vez dejo caer al
patio interior algún objeto poco pesado del que me quiero desprender, de esos que
ya estorban o son portadores de malos recuerdos, para que el niño del primero
lo haga desaparecer limpiamente, no sin antes mostrarlo, vanagloriándose de
ello. Esta mañana he oído corretear al pequeño dueño de patio y me he asomado
(¿qué habrá cazado esta vez?). Me lo encuentro mostrando orgulloso, como si de
un trofeo se tratase, un cojín azul con borlas rojas y una gran estrella
amarilla bordada. Su dueña, una chica que vive en el segundo, trata de
convencerlo para que se lo devuelva contándole la historia de una estrella:
“Mira, cuando yo era como tú de pequeña, me regalaron un estuche que era una
estrella que se abría. Al dármelo, me advirtieron muy seriamente que, cuando
dejas que una estrella entre en tu casa, debes esconderla todas las noches en
un lugar al que no llegue ningún tipo de luz, porque basta con que algo la
ilumine un poco para que crezca y crezca hasta romper incluso las paredes de tu
casa y todo el edificio. Un día, antes de que yo escondiera, como cada noche,
mi estuche de estrella en el fondo más oscuro de mi armario, mi madre entró en
mi habitación y encendió la luz. Yo me di cuenta y corrí a guardarla, echándole
varias mantas encima, por si acaso. Pero, al poco de acostarme, escuché como un
ruidito dentro del armario. Me dio mucho miedo, pero, temiendo que fuera la
estrella, me armé de valor y me levanté a mirar. En efecto, algo se movía
debajo de las mantas que había puesto yo misma encima. Las aparté
cuidadosamente y vi que la estrella se había desprendido del estuche y hecho
más grande y brillante. Noté cómo crecía. No sabía qué hacer, cada vez era más
grande y no iba a tener tiempo de avisar a mis padres. La saqué del armario antes
de que lo rompiera y la dejé en el suelo. Cada vez pesaba más. El corazón me
latía rápidamente, y pensé que si no hacía algo pronto acabaría por destrozar
mi cuarto y todo lo demás. Menos mal que se me ocurrió: abrí la ventana de par
en par y levanté la persiana hasta arriba. ¡Hacía mucho frío! Cogí la estrella
y, como pude, porque pesaba mucho ya y empezaba a quemar, de caliente y
brillante que se estaba poniendo, la subí hasta asomarla por la ventana. La
notaba crecer entre mis dedos, y supe que, si no la lanzaba rápido, terminaría
por romper la ventana y la pared entera. Así que cerré los ojos y la empujé con
todas mis fuerzas, notando cómo hacía chirriar el marco, hasta que, por fin,
desapareció de entre mis dedos y flotó en el aire. Al contacto con él se fue empequeñeciendo
sin dejar de flotar y, cuando se quedó pequeña, pequeña, subió muy rápidamente
al cielo. No veas lo mal que lo pasé. Estuvimos a punto de quedarnos sin casa y
yo me quedé tumbada en el suelo, temblando de miedo, agotada y con los dedos
chamuscados. Creí que se me iba a salir en corazón por la boca”. A mitad de su
narración me había retirado un poco de la ventana. El niño me miraba de vez en
cuando, y no quería interrumpir a la chica. Una vez hubo acabado, oí los pasos
del niño abandonando a la carrera el patio. Todo quedó en silencio. A los pocos
segundos escuché a su madre en el patio dirigiéndose a la vecina: “Perdona,
este cojín es tuyo. El niño se lo ha encontrado en el patio y me suena haberlo
visto en tu tendedero”. A saber dónde tiene escondidas el chiquillo mi par de
camisetas y aquella pequeña acuarela de cartón tan indescriptiblemente
coloreada.
Colas, atajos y empujones
para salir de la madriguera: los niños preguntan saltando cuándo pasaremos de
Fase. La gente empieza a poner en su currículum como mérito profesional la
inmunidad ante la Covid-19 por haber pasado la enfermedad.
Empieza a llover, truena.
El padre corre tras su hija, que pasa veloz conduciendo un patinete. De pronto
se le cae la mascarilla y se para en seco, empapado, mirando a su alrededor
temeroso, para volver a colocársela convenientemente. Después, vuela manoteando
tras la niña. Hoy no he podido abrir las bolsitas para la fruta en el
Mercadona, imposible. He tenido que pedir ayuda. Una vez abierta la maldita bolsa
me han dado ganas de meter los nervios en ella y cerrarla para siempre. A las
ocho de la tarde vuelven los aplausos, alguien ha propuesto que hoy sea El Gran
Aplauso Final. A lo mejor no es mala idea, pero me pregunto por qué, cuando
surge un movimiento espontáneo, al instante aparece alguien, con más
espontaneidad todavía, acotándolo, reduciéndolo o sometiéndolo a reglas y
disciplinas acordes con sus intereses. El chico que suele poner la música en el
edificio de enfrente parece nervioso ante tal evento; mira sonriente e inquieto
en todas direcciones, como si acabase de despertar de un extraño sueño. Creo
que imagina cómo será agasajado por los vecinos que ahora mismo le aplauden, o
incluso piden canciones, cuando todo esto acabe. Cómo le pararán por la calle
para felicitarle y le preguntarán qué tal va su vida, su trabajo, si necesita
cualquier cosa.
El vecino del puzle
aparece en su balcón una vez que ha dejado de llover. El suelo está lleno de
piececitas húmedas que sus zapatillas de casa pisan sin cuidado. Tose y los
ojos le lagrimean, parece cansado, un poco encorvado. Se me acerca sonriente
tras la mascarilla y me habla bajito manteniendo la distancia, casi no le
entiendo. Me confirma la historia del rodal de su pueblo en el que no llovía.
Según parece, era zona de paso de aviones militares. Surcaban su cielo
constantemente, y eso provocaba una especie de espiral en el aire que provocaba
ese extraño fenómeno: la zona situada en mitad de la calle principal en la que
nunca llovía y hacía un frío glacial. Asiento y sonrío. Se despide y se vuelve
lentamente, pero antes de irse, me pide que me acerque y me susurra: “No hagas caso
de las cosas que te cuente mi mujer, está llevando fatal esto del
confinamiento. Estoy buscando alguien que pueda hablar con ella y ayudarle. Tú
ya me entiendes”.
El detective ha sido contratado como “cliente misterioso”. Siempre se ha
negado a hacer eso, a pesar de que en algún momento de apuro anterior ya se lo
habían propuesto. No la considera una función digna de su talento y experiencia;
y, por si fuera poco, supone sacrificar su sagrada individualidad y acatar
órdenes nada menos que de la competencia. Con esto de las medidas de
desescalada, muchos negocios quieren saber si su personal cumple y hace cumplir
las normas o si, por el contrario, los está exponiendo a una importante sanción
económica. Entonces ahí llega él pasando desapercibido y mimetizándose pacientemente
con el entorno para observar el comportamiento de los demás. Ahora se dedica a aparecer
como cliente en algunas tiendas y bares, a grabarlo todo con la cámara oculta que
lleva en sus gafas de sol (menos mal que le han dejado desarrollar una de sus
habilidades principales) y a emitir informes diarios de lo que va observando. Ha
decidido no pasar ni una. Ya ha callado bastante: todas aquellas entradas y
salidas furtivas de madrugada que espiaba desde su balcón. Al menos, desde que
firmó el contrato, cuando enfoca con sus prismáticos la ventana de la investigadora,
ha vuelto a ver las persianas cerradas a cal y canto y llenas de polvo de ese
piso hace tantos años abandonado a su suerte. Yo, por mi parte, cuando me lo
imagino recorriendo la ciudad con su mascarilla, su ansiedad y su sempiterno
mirar de reojo, no dejo de canturrear la versión de “Bad detective” de The New York Dolls.
Acabo de
enterarme de la muerte de Julio Anguita.
Julio pertenece a aquella época en que los mítines aún eran acontecimientos
sociales que solían culminar con algún concierto de rock. Cuando se dirigía al público congregado la fiesta se
interrumpía, porque él se tomaba muy en serio cada cosa que decía, cada idea,
cada propuesta que desarrollaba en público. Transmitía verdad, sentido común.
Como el maestro que nunca dejó de ser, practicaba una pedagogía constante;
enseñaba, argumentaba, retaba al oyente. Le daba igual si no era eso lo que
estabas esperando oír. Cualquiera de los gurús que rigen actualmente la comunicación de
nuestros políticos, hubiese chocando de bruces contra el muro de su honestidad
y transparencia. Cuidaba la palabra y jamás la utilizaba en vano. No prometía
paraísos ni pastoreaba a las masas, ya que no quería greyes manipulables.
Anhelaba una sociedad formada por personas comprometidas, sí; pero también
exigentes, libres, con espíritu crítico. Se dirigía siempre a cada persona
individualmente, aunque hubiese miles escuchándole a la espera de algún
estímulo ideológico de efecto inmediato o de algún eslogan que jalear. Te ponía
frente a un espejo. Criticaba lo que no le gustaba de sus adversarios
políticos, claro; acaso en alguna ocasión con desdén, pero nunca supurando el odio
actual. Siempre ejercía la más rigurosa autocrítica y te empujaba a mirar
dentro de ti, apelando a tu obligación como ciudadano. Muchas voces le
reprochan que debilitara al último PSOE de Felipe
González, con aquella oposición frontal que mostró tanto frente a sus
políticas como ante su corrupción e impunidad; reforzando, según sostienen, la
posición de José María Aznar como
alternativa creíble de gobierno. La famosa “pinza” que muchos socialistas y
aledaños no olvidan. Supongo que esperaban de él la oposición leal del buen
izquierdista español, que consiste en mirar para otro lado ante cualquier
desmán del PSOE para cerrar así el paso a la derecha que todo lo devora.
Ejercer de eterno hermano pequeño sin voz ni criterio propio, entregado a
mantener a salvo la casa común de la izquierda que siempre dirigen los
socialistas. Nadie pierde ni medio minuto en pensar que la mejor forma de parar
a la derecha es a través de políticas honestas, inteligentes y comprometidas.
Esto fue lo que oí
aquella noche que soñé que escuchaba con toda nitidez susurros que venían de
fuera, de alguna calle perdida muy lejos de mis cuatro paredes: “Todo depende
de nosotros, como no nos portemos bien nos lo van a hacer pagar caro”.
12 mayo 2020
EL FUTURO Y LA SÍNTESIS DEL PASADO
A caballo de los años setenta y ochenta, espoleada por Kraftwerk, con un poco de filosofía
punk y muchas ganas de explorar direcciones desconocidas, se desarrolló la
eclosión de los sonidos electrónicos y experimentales en Gran Bretaña; la cual
desembocó en un pop comercial y efectivo que arrasó en listas hasta morir de
éxito hacia la mitad de la década de los ochenta. Entre tanto sonido sintético
obsesionado por desprenderse de cualquier atisbo de pasado musical convencional,
no fueron pocos los grupos que, con una intención u otra, sacaron provecho
rescatando melodías y composiciones casi olvidadas, pero de probada resistencia
al paso del tiempo; reforzando así el atractivo o la profundidad de sus
propuestas. Aquí van algunos ejemplos.
Daniel Miller el visionario |
Daniel Miller, apasionado impulsor e ideólogo de
la música electrónica, y propietario del sello Mute, se preguntó un buen día
cómo sonaría con sintetizadores un álbum de Chuck Berry que tenía por casa. Una vez hecha la prueba, el
resultado le convenció y le animó a ampliar el experimento, hasta generar todo
un proyecto alrededor del mismo. Pero, en vez de hacerlo bajo su nombre
artístico (The Normal), con el que no
pegaba demasiado, decidió fabricar uno de sus sueños: la idea de un grupo de
adolescentes cuya primera elección a la hora de hacer música fuese hacerse con un
sintetizador, antes que con una guitarra; algo muy raro de ver en aquellos
momentos. Así nació la banda imaginaria Silicon
Teens, una especie de The Archies
electrónicos, frescos y divertidos que solo llegaron a grabar un elepé en su
efímera existencia, “Music for parties” (Mute, 1980). Este disco dedicó sus dos
caras a pasar por la batidora synth-pop, toda una gama de clásicos de los años
cincuenta y sesenta (“Memphis Tennessee”, “You really got me”, “Judy in disguise”, etc.). El productor fue el propio Miller, bajo el seudónimo de Larry Least. John Peel bendijo la idea cuando pinchó en 1979 el single que
contenía la canción principal en su programa. Dijo: “Tenemos tres versiones de
“Memphis Tennessee” esta noche, una es la original y las otras dos son
versiones; una es muy mala, la otra genial”. Y ésta última era la de Silicon
Teens.
Los falsos integrantes de Silicon Teens |
The Flying Lizards,
la formación experimental y de vanguardia que giraba alrededor de David Cunningham, picoteó en esa
fórmula a lo largo de su carrera. Debutaron en 1978 con una versión de
“Summertime blues” de Eddie Cochran,
lo que ya era del todo sorprendente. En 1979 obtuvieron su mayor éxito con su
lectura del “Money (that’s what I want)” de Barrett Strong (o el irresistible contraste entre el carisma contagioso
del original y el esquematismo sonoro y la languidez hierática de la voz de Deborah Evans-Stickland); al año
siguiente se atrevieron con “Move on up” de Curtis Mayfield y, en 1985, su álbum “Top Ten”, recreó diez
clásicos del cariz de “Sex machine” o “Tutti frutti”.
The Flying Lizards |
Y el punto culminante de todo esto es, sin duda, el dúo de Leeds Soft Cell. Con mucha más enjundia,
hicieron enteramente suyo el “Tainted love” que grabara la cantante y
compositora de R&B Gloria Jones
(pareja sentimental de Marc Bolan
hasta su muerte en 1977) con su adaptación de 1981, que alcanzó el nº1 en Gran
Bretaña y un incontestable éxito a nivel mundial. Tanto que mucha gente aún
cree hoy en día que el tema era un original de los ingleses, en vez de un magnífico
exponente del nothern soul que pasó sin pena ni gloria en 1965. Dejando de lado
cualquier tentación paródica, Marc
Almond (ante todo un intérprete intenso) se sumergió en cuerpo y alma y
extrajo toda la turbulencia posible de la composición de Ed Cobb, llevándola a una nueva dimensión. La otra cara de ese
primer single (atractiva, pero mucho menos epatante) seguía la misma tónica:
era una correcta versión del “Where did our love go?” de The Supremes.
Soft Cell |
10 mayo 2020
EL CAMBIO DE SUEÑO (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA X)
Bueno, ya ha llegado la
hora de utilizar tu doble rasero, ¿pensabas que no ibas a estrenarlo nunca? La
causa, la ideología, la opción política que profesas ya tiene quienes la dirijan
y modelen, y no necesitan para nada el aporte de simpatizantes lúcidos y con
espíritu crítico. Necesitan proselitistas y fuerzas de choque. Pero no te
sientas frustrado, de verdad, es lo mejor para ti. A esos que tienden a ponerlo
todo en tela de juicio no los termina de querer nadie. Así que guarda en el
trastero tu lado ponderado, si alguna vez lo tuviste, aprende a amagar los
golpes, y cíñete a los hechos inmediatos, al corto plazo. El doble rasero es un
arma clave para navegar por la vida política española, si no quieres quedarte
en medio de ningún lado y que lo más bonito que te llamen “los tuyos” sea engreído,
aguafiestas o cenizo. Hay que hacer equipo, masa compacta, cerrar filas, a ser
posible sin pillarte los dedos ¡Relájate! El doble rasero está para eso, para
darte un respiro. No puedes pasarte la vida tratando de valorar cada situación
de una forma ecuánime, valorando pros y contras, sopesando, leyendo,
contrastando por tu cuenta. Es agotador y finalmente infructuoso. El doble
rasero descorcha el champán y despeja tu tiempo libre. Te ofrece salidas por
doquier. Así que no te sientas mal, entre el maremágnum eres un soldado más,
nadie te va a criticar ni se va a extrañar de tu actitud partidista. Estás en
el juego y luchas por una causa mayor. Así pues, si esta mañana, al lanzarte en
ropa interior a las redes sociales te has sorprendido opinando que la actitud
de uno de tus amados guías intelectuales y políticos es detestable, o al menos
dudosa, no te agobies demasiado. Si la cosa es muy, muy fuerte le das un leve
pescozón, pero con gracia, ya me entiendes, como dejándolo caer, recordando a
quien te lea que sí, que no estás muy de acuerdo, pero que tampoco es para
tanto (mira a los otros, mira lo que hicieron aquel día, lo que toleraron). Si
no es tan fuerte, ayuda a diluir la cuestión (pero que parezca un accidente); pasa
de puntillas y sácate de la chistera una recomendación cultural con calado
político, que sea refinada, pero siempre maniquea. O, directamente, comparte un
vídeo de humor y santas pascuas. Al enemigo ni agua. A los que tratas de
adoctrinar (que deben ser todos los que se pongan a tiro) ni un respiro, que la
gente se despista con más facilidad de la que parece. Hay que estar
cohesionados. Reconocer errores en tu fracción puede abrir un flanco de vulnerabilidad,
eso nunca, que el pueblo llano es veleidoso e inconstante y mañana pueden
llegar a pensar que lo que tu bandera enarbola no es tan incontestable. Pues lo
que te digo, una vez usado, lo guardas, lo limpias y lo abrillantas. El doble
rasero es arte, herramienta, salida airosa. Es política, amigo.
Cacerolada contra la
actuación del Gobierno en un barrio obrero (leo por ahí). La gente se
escandaliza, se echa las manos a la cabeza y subraya la condición de “barrio
obrero”. Nadie entiende que puedan criticar la gestión de un gobierno de
izquierdas, que puedan atreverse mínimamente a erosionar y poner en peligro su
credibilidad. A la falta de recursos, a la precariedad, se unen la
imposibilidad de dudar, de valorar otros puntos de vista, de pedir
explicaciones a los propios. Si vives en el barrio obrero debes estar
encadenado a una esperanza futura. Votar y (mucho peor) asentir y comulgar de
por vida con las decisiones de gobiernos de izquierda para cerrar el paso a la
derecha, que siempre será peor. Básicamente te ordenan callar o hacer política de
partido durante toda tu existencia. No son tiempos de opinión, sino de
posición.
Esta mañana ha sido
verano durante una hora. Ya se ve alguna que otra chica tendiendo la ropa en
bikini (sin duda uno de los grandes símbolos anunciadores del verano en las
ciudades). Parece que regresa por fin la actividad económica: ya he vuelto a
recibir llamadas apremiantes e intempestivas de operadoras telefónicas. Algo desesperadas, un punto impacientes, nada empáticas, desplegando una
amabilidad llena de aristas, tratando de ocultar a duras penas su ansiedad, transmitiendo
fielmente un presión que viene de muy arriba. Empiezo
una serie policíaca de medio pelo, previsible y entretenida. De las que nunca
nadie llevará una camiseta. Por la noche sueño que cambio de pronto de sueño y
que tengo que descubrir un interruptor redondo blanco para volver al primero.
La zozobra me empuja a registrar disimuladamente una sala llena de muebles y
objetos desordenados. Un montón de desconocidos me miran en silencio. Parecen a
su vez extraños los unos para los otros. Despierto sin hallar el interruptor.
La esposa de mi vecino el
del puzle siempre parece medio aterrada. Suele asomarse al balcón con los ojos
muy abiertos y con una mascarilla celeste con bordes de encaje que es la más
grande que he visto hasta el momento. Se acerca y me habla de lo mucho que está
afectando la pandemia a la infancia. Me cuenta, tras su embozo, la historia de
un niño que tenía su habitación plagada de muñecos de Playmobil; casi una
pequeña ciudad con casas, un fuerte, una estación de bomberos y cosas así. Como
se vio obligado a retirarlo todo para que pudieran limpiar el cuarto, decidió
poner punto final de manera abrupta a la historia que al parecer llevaba días
desarrollando. Por lo visto dijo: “Antes, cuando me pasaba esto, un meteorito
lo arrasaba todo, pero esta vez va a ser una pandemia”. Entonces procedió a
retirar en camilla, uno a uno, los muñecos que iban falleciendo sucesivamente
y, por último, tras mostrar a su familia cómo había quedado de vacía su ciudad después
de la pandemia, guardó cuidadosamente los edificios y los objetos que había ido
apilando. Sus padres, abrumados por los efectos nocivos que la situación de
confinamiento pudiese estar ejerciendo sobre su hijo, lo pusieron en contacto
mediante videoconferencia con una prima psicóloga, la cual lleva tratándolo
tres semanas para que no sea tan negativo y vea las cosas de otro color. “Que
es muy pequeño todavía para pensar así”, apostilla mi vecina. Como despedida,
me deja caer que no haga mucho caso de las historias de su marido, que lo del
rodal de su pueblo donde nunca llovía se lo inventó después de que se decretase
el estado de alarma, y que le ha pedido a su conocida, la madre del niño, el
teléfono de su prima psicóloga para que hable con él.
Salgo a la calle y me
encuentro con la persona que montó el toldo de mi balcón. Han pasado sus buenos
ocho años, pero se detiene ante mí para saludarme, con su sempiterno mono de
trabajo azul y su mascarilla blanca, como si no hubiese pasado el tiempo, como
si no estuviésemos ya viviendo en otro mundo. Al principio no he caído en la
cuenta de quién me saludaba tímidamente en la acera, a unos metros de distancia;
hasta que me he fijado en la mirada triste y soñadora que siempre le acompaña. Hemos
Hablado de la angustia económica; de las ayudas que no llegan; de sus
dificultades como autónomo para sobrevivir en tiempos tan azarosos como estos.
Al despedirnos, me ha preguntado por el toldo con un cariño tal que casi lo
personifica. He estado a punto de contestar: “Está hecho un hombre ya”.
Me produce urticaria toda
esa gente que sale en la tele pidiendo encarecidamente que nos quedemos en casa
a la vez que alardea de lo bien que se encuentra confinada en su vivienda de
infinitos metros cuadrados. Con todo tipo de necesidades cubiertas.
Encontrándose a sí misma y reflexionando sobre la vida mientras pasea por el
jardín o ve la temporada que le faltaba de “Juego de tronos”.
Ha fallecido esta semana por
coronavirus Dave Greenfield, eterno teclista
del grupo inglés The Stranglers y
pieza clave para el desarrollo de su sonido. La primera vez que supe de ellos
fue a través de un programa de televisión (creo que “Metrópolis”) que repasaba
la historia del punk por capítulos algunos viernes por la noche de hace muchos
años. Recuerdo que me extrañó que un grupo con teclista (y tan presente en su
sonido) fuese considerado punk, pero me gustaron. Su carrera ahí está:
libérrima, exitosa; colmada de composiciones redondas y ricas en matices que fueron
sustituyendo energía por sofisticación sin perder el pulso creativo. Dave
publicó, junto a su compañero de banda Jean-Jacques
Burnel, en 1983 “Fire & water (écoutez vos murs)”, un interesantísimo
elepé de querencias sintéticas y cinematográficas que me recuerda a un Brian Eno más lírico y terrenal, con
una paleta de colores más variada.
04 mayo 2020
HE CRUZADO EN ROJO (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA IX)
Las ocho de la tarde
empiezan a convertirse en otra frontera divisoria del día. Todo cambia después
de los aplausos y las canciones (la jornada gira hacia una luz distinta o
simplemente se apaga). Tras el himno de España comienza a sonar el de
Andalucía. Acaba de pasar una ambulancia
saludando con las luces y recibiendo los aplausos y el homenaje de la balconada;
con ella ha coincidido, en sentido contrario, un autobús urbano que ha soltado
una sonora pitada: el conductor, acelerando en la inmensa recta sin tráfico,
también quiere esconder un héroe dentro de su uniforme azul celeste.
Junto a los buzones de
unos edificios que ya casi solo reciben multas y propaganda, se van acumulando
mensajes en las paredes, que acaso amarillearan, como esta historia. Los hay de
aplauso unánime, como aquellos de estudiantes que se ofrecen a hacer la compra
a las personas mayores que lo necesiten. Pero también están los escritos con impersonal
letra de imprenta para no dejar rastro, que invitan a la enfermera del 4º o al
trabajador del supermercado del 2º a pernoctar estos días (¿meses?) en otro
lugar para no contagiar a los vecinos. Estos anuncios se rozan con los
manuscritos con firme y redondeada letra que reconocen el esfuerzo de esas
mismas personas y les ofrecen la posibilidad de tenerles la cena preparada para
cuando regresen de su trabajo en primera línea. Siempre hay dos Españas, para
cualquier cosa. Dos Españas que pugnan la una con la otra, que se miran
desafiantes; que se cogen del brazo para avanzar en direcciones contrarias. Contra
las frías paredes de azulejo de esos portales golpean con fuerza las palmas de
las manos de ambas.
El niño del primero ya
tiene casi tres años (calculo) y se mueve con desenvoltura por el patio
interior, al que su familia tiene acceso. En la Vida Antigua, su madre se
pasaba el día poniendo notas en el portal avisando de cosas que habían caído de
los tendederos. Pero ahora no, el niño ha crecido y ha vislumbrado su poder. Y,
como piensa que nadie va a bajar nunca a reclamar sus objetos perdidos, si se
te cae algo, te lo muestra, sonríe y huye con su botín al interior de la casa.
He conseguido una
mascarilla con la que no se me empañan las gafas. Es cojonuda. La he estrenado
saliendo a comprar en manga larga casi al mediodía, había olvidado la
primavera. El calor recuece el asfalto mientras cruzo en rojo la avenida
desierta a esas horas. No me tenía que haber pelado al cero, el sol me quema el
blanquecino cuero cabelludo. Siempre el mismo sol, el mismo canto de los
pájaros. Pero gente distinta y distante, renuente al intercambio excesivo de
palabras cara a cara. Hecha a un mensajeo de móvil cada vez más suelto y a la
videoconferencia, con sus acoples, imágenes congeladas e interferencias, como formas
de comunicación. Estacas silenciosas ante las colas con mil distopías
circulando por la mente en una mañana soleada aparentemente igual a todas. Se
acumulan el polvo, los excrementos y las hojas secas en el techo de los coches
aparcados en el callejón. Nadie escribe ya sobre el polvo de los coches. Yo escribo
desde la cola de la panadería.
Todo el día mirando
gráficos en la prensa. Los gráficos permanecen muy vivos, y el número de
muertos diario forma parte de la Nueva Normalidad. Una cifra incómoda que se
consulta. Una fría y obcecada estadística que deseamos ver descender. Pero nos
hemos acostumbrado a ella, los no afectados, claro. Las víctimas necesitan
consuelo y reparación, no ser utilizadas o relativizadas o comparadas o escondidas.
“Los guantes no son tan
importantes, dicen ahora”; le cuento a la señora mayor que veo, cada vez que
voy al supermercado, junto a la estantería vacía donde solían estar. Siempre
anda por allí. Me confiesa que cada día, después de hacer su compra, espera un
buen rato antes de pasar por caja por si alguien aparece con rutilantes
paquetes que huelen a nuevo y los repone. Pregunta y le explican que están
agotados, que no saben cuándo volverán a traer. Pero no se fía y prefiere
aguardar a que cambie su suerte. A que otros clientes con más peso específico
que ella agilicen la gestión cuando, al pasar junto a ella, les dice: “Perdone,
¿sabe usted por qué hace dos semanas que no venden guantes en este barrio? En
el súper que hay cerca de donde vive mi hermana cada dos días los reponen”.
Vemos desde la ventana
los primeros niños que pasean acompañados de uno de sus padres. Algunos se
paran a hablar, en la distancia. Nosotros los miramos absortos, en silencio. Se
despiden levantando las manos y continúan su camino, su paseo probablemente
planificado. El detective se pregunta si esos encuentros fugaces en la acera
obedecen a la causalidad. Alguien ha compartido una aplicación para calcular
exactamente los límites del kilómetro que puedes recorrer paseando con tu hijo,
en esa hora de que dispones cada día. Seis millones de menores de catorce años
paseando acompañados de un adulto a dos metros como mínimo de otros viandantes,
llevando quizá un juguete en la mano que no podrán compartir, acaso mostrar de
lejos. Adultos que conviven, paseando juntos a partir de las ocho de la tarde
con sus mascarillas. Al menos desde mi ventana, veo cierto orden y sentido de
la responsabilidad. Percibo la armonía del sometimiento a las limitaciones, a
lo desconocido, al problema que se alarga, que se hace fangoso; que emborrona y
llena de constantes bifurcaciones el camino que anteayer parecía más seguro y
cierto.
Salgo a la calle a última
hora, sobre las 22:30. Noto durante el paseo que algo ha quedado congelado. Me
cruzo con paseantes silenciosos de última hora que miran el reloj y ensayan la
respuesta que van a dar si acaso vieran acercarse a una pareja de policías. No
son tiempos de perderse por Granada paseando sin rumbo, mal que me pese.
Los acontecimientos se
suceden. Parece que empiezan a pasar cosas. El presidente del Gobierno explica
en rueda de prensa las cuatro fases de un “desescalamiento” en pos de la Nueva
Normalidad que tiene más pinta de impredecible escalada. El detective observa a
través de sus prismáticos cómo la investigadora toma notas ante una gran
pantalla de televisión que ha permanecido todo este tiempo apagada, pero que
ahora muestra la cara de Pedro Sánchez.
La mira escribir velozmente, muy concentrada. Una vez que termina, se levanta y
le muestra una cartulina en la que se puede leer: “Dame tu móvil”. Él rastrea
su desordenado escritorio hasta dar con un folio donde garabatea nervioso su
número. Cuando vuelve a la ventana ella ya espera con sus prismáticos. El
detective le enseña el folio y ella toma nota. Un minuto después recibe un
mensaje, es una foto. En ella aparece perfectamente esquematizada toda la
perorata del presidente sobre las fases y debajo una advertencia entre
corchetes: “Estamos jodidos”.
02 mayo 2020
PENSAMIENTO
En España, más que de pensamiento, deberíamos hablar de alineamiento o, mejor, de aferramiento político.
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