Y en cualquier momento, el recuerdo se digna
a aparecer con su cartografía convulsa, pinchando, abrasando el pecho; para terminar
inundando los ojos, enrojeciéndolos. Al principio, las imágenes inician un ir y
venir caprichoso, barajadas acaso por mi propia ansiedad. Aunque, finalmente, un
día comprendí que lo que hacen es gravitar alrededor del núcleo de la felicidad,
desarrollando un mecanismo de autodefensa para este pobre sujeto que escribe; meros
prolegómenos que demoran el proceso para prepararme para el instante. Una
antesala de conjeturas que se regodea en lo imposible: responder al cómo y al
porqué llegué a vivir dentro de aquella misteriosa intensidad, a sabiendas de
que nunca hallaré la respuesta; sólo un cambiante juego de reconstrucción al
que le faltan piezas.
Después, siempre de forma inesperada por más
que se le evoque, el recuerdo me asalta en todo su esplendor, agitándome, encendiendo
y tensando mis sentidos. Pleno, rítmico y voraz. Con su desordenada música de
roces, risas y palabras; con su raro color y sus imágenes de miradas y gestos;
con su indescriptible y reconocible olor; con su tacto que quema y ahoga. Al recordar
el sabor es cuando empieza a diluirse, despidiéndose con mordiscos en forma de
dudas, volviéndose amargo en su inasibilidad, deviniendo reseco vacío; siendo
un trozo de madera duro de tragar en los pocos segundos en los que se empeña en
convivir con la realidad antes de desaparecer. Posteriormente, mientras se
decide a volver, todo es resaca.
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