El desencanto en Lapido es tan legendario que muchos
cronistas se obcecan en bucear en sus textos por tal de emerger sonrientes si traen
entre las manos algún atisbo de optimismo. Nunca me ha interesado esa labor de
desentrañar el significado de las letras de las canciones, y menos en el caso
que nos ocupa. El compositor granadino escoge las palabras cuidadosamente,
llenándolas de sentido y oportunidad, consciente de que la música las aviva y hace
volar. Se expone un rico tapiz que cada cual enfoca a su manera.
La perplejidad (su
“querida confusión”), los fracasos, las esperanzas, la agudeza o la fina ironía
permanecen. El autor sigue creando imágenes que acompañan ligeras y
persistentes. Sus letras son un lugar al que acudir en el que sentirse
extrañamente cómodo, donde suceden a menudo hechos cotidianos, acaso sombríos, pero
espolvoreados de la magia de lo irreal, que borra límites y apunta
posibilidades. La desolación aquí se mezcla con retazos de sueños empapados en
un licor engañoso. Te sueles cruzar con personajes inquietantes y hay muchos,
muchos espejos.
Las composiciones
hunden las raíces en un estilo macerado y atemperado disco a disco, concierto a
concierto y, como es costumbre, van despertando tras cada escucha. Es lo de
siempre, porque también nosotros, la vida, este mundo, en parte, somos lo de
siempre. Los teclados conducen por todo tipo de callejones. Las guitarras saben
ser un mar erizado, encender una mecha, templar. El pop late eficaz, expandiendo
las sensaciones. Las melodías dibujan
un círculo familiar que remite a muchas estaciones del pasado, pero que nos
procura un escalón más por el que subir, tarareando, estimulados por su carga
de complicidad. No se apuesta por la aspereza, más bien los acordes subrayan, reflexionan,
envuelven las aristas de las palabras. Quizá porque conforme se avanza en el
camino los silencios, que pulen los matices, tienen cada vez mayor importancia.
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