Me uní al escrache
sobre un diputado del Partido Popular cuya existencia desconocía, para ser
sinceros. Realmente me sobrecogió que viviese a unas cuantas manzanas de mi
casa. Yo no soy para nada curioso, y en España hay que tener una curiosidad
infatigable para conocer quiénes son los diputados que representan a tu
provincia y desentrañar a qué dedican la confianza depositada en ellos. Me sumé
a la Plataforma para ayudar, creo que son tiempos de arrimar el hombro y dejarse
de pamplinas; pero este era mi primer escrache,
ya que nunca me ha atraído demasiado eso de intimidar: odio inspirar temor, esa
es la verdad. Pues eso, allí estaba yo,
frente a la casa del diputado, sujetando una pancarta que rezaba “Sí, se puede”
y cantando enérgicamente junto a mis compañeros, mientras observaba las
ventanas deseando no ver aparecer la cabeza de ningún niño.
La algarabía se fue atenuando; el ambiente se
tornó grisáceo. Los curiosos se iban agolpando a prudente distancia y los
policías nos miraban, arracimados junto a un furgón. Entonces me atenazó un
nudo de sensaciones ingobernables. Temí a un compañero que hablaba animadamente
por su móvil mientras señalaba ostensiblemente a la policía. Me inquietó mi
vecina del 3º, que llevaba ya tres años sin hablarme por una absurda discusión
comunitaria; tomó un megáfono y empezó a hablar de niños y a compararlos con
rabia. Las pegatinas le colgaban como medallas. Me angustié por el pánico que
podrían experimentar el diputado y su familia, y por la venganza silente del
gobierno. Tuve miedo a los viandantes que nos jaleaban o insultaban, a las miradas
temerosas que me evitaban. A la tensión que me secaba la boca; a la gratuidad
de los hechos y las palabras; a la inmutabilidad; a la manipulación; a las
ruedas de prensa; a la inercia; a la impostación; a la palabrería; a la
impunidad; al odio; a los dueños de la verdad. Albergué fundadas sospechas de
seguir siendo un peón. Me alarmó la posibilidad de perder mi empleo; de no
tener dinero para la vejez o para mi salud y la de mis hijos. Me convencí de
que el banco no me devolvería el total del plazo fijo a su vencimiento. Estuve
totalmente seguro de que ante un problema médico la administración me vería
como una carga y me despacharía a las primeras de cambio. Deseé anular el
discreto viaje que teníamos programado al extranjero, ya que tuve la certeza de
que si algo nos ocurría el gobierno sería incapaz de ayudarnos. De pronto me
sentí culpable por no consumir, por no aceptar las insistentes ofertas de las
compañías de telefonía; por no querer conducir. Me ahogué en una intensa
congoja por no saber quién era realmente, ni si estaba pensando en cada momento
lo que debía.
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