17 mayo 2013

EL CHALECO


Amancio sonríe mientras termina su café, recuerda los preparativos de la boda. Las negociaciones y estrategias de sus suegros a la hora de organizar las mesas para colocar convenientemente a sus numerosos invitados. Dios Santo, aquello parecía un auténtico tablero de ajedrez. En el fondo fueron momentos divertidos, qué duda cabe. O la elección del recinto destinado a lo que ellos llamaban catering (cómo se enfadaba la futura suegra cuando él pronunciaba palabras como convite o refresco; qué antiguo eres, exclamaba, tratando de apartar de su memoria esos términos reminiscentes de épocas sin pamelas ni estilistas).

 
Amancio reconoce que la idea de la tarta que bajaba del techo partió de su propia madre, mal que le pese. Ahí la suegra estuvo correcta, aunque se subiera por las paredes. Qué angustioso el recuerdo de alguien pronunciando sin sonrojo la palabra “limusina”, y qué alivio la mañana que un primo segundo se ofreció a llevarlos en su reluciente Mercedes 2530u. Todo esto después de que cayese en manos de las más altas esferas de la organización del enlace un presupuesto para llegar en helicóptero al lugar de la celebración (por fortuna desestimado por falta de condiciones para el aterrizaje) y de que solo problemas de agenda impidieran que un coche de caballos lleno de tronío los sacara de la iglesia. Porque, claro, la ceremonia estaba prevista por el rito católico apostólico romano. Las bromas de mal gusto sobre curas y monjas, las observaciones mordaces sobre el Vaticano y aquel armazón ideológico anticlerical, tan visceral como documentado, habían sido ya demolidos mediante esa silenciosa labor de derribo a que la sociedad somete a las almas distraídas o indecisas en cuanto la juventud comienza a abandonarlas. Ahora Amancio recuerda, con cierto pesar, la poca gracia que a su novia le hizo la confesión de que no paraba de imaginarla con la falda al viento y el liguero al aire fustigando a los caballos: algo cambiaba, se escapaba, maduraba, se moría, se transformaba, se pudría.

 
Asistir a otras bodas se convirtió en algo habitual desde el anuncio de su compromiso, hecho que automáticamente le reportó decenas de parientes besucones. Bodas de uno y otro lado. Bodas de vecinos de alguien, de clientes, de proveedores, de hijos de compañeros de la mili, de familiares insospechados (que le llevaron a plantearse si no serían falsos), de amigos o hijos de amigos de alguien. Constituían verdaderas sesiones de espionaje y, en muchos casos, tentaciones casi insoportables de sabotaje. Eran objeto de milimétrico escrutinio, de burla, o motivo de una envidia que enrojecía las caras a cambio de no traducirse en gritos y lamentos. Bolsos, complementos, tacones, sombreros, fijador. Bailes y karaokes improvisados. Momentos estelares en los que la gente ponía todo de su parte para divertirse y beber hasta el límite temporal de la barra libre. Horas y más horas asintiendo y sonriendo, sobando tópicos, conociendo gente. Sintiéndose observado y observando con los párpados cada vez más cargados de plomo.

 
Una semana antes del casamiento llegó el momento de probar los menús. Misión llevada a cabo por media familia sin casi respirar, evitando eructos sobre la línea. Los platos en cuestión fueron convenientemente fotografiados antes de hincarles el diente para prevenir malas jugadas, que ya se sabe. Se repitió y se opinó mientras se tragaba. La suegra y la madre sentaron sus respectivos traseros sobre el turbio recuerdo de ollas llenas de cocido y fiambreras de macarrones. Todo será maravilloso: mousse de morcilla. Cascada de chocolate. Un cortador de jamón impertérrito sirviendo pata negra mientras los señores quieran, igual que un soldado firme ante el féretro de alguien temido por todos; dejando esa picante sensación de poder dar órdenes a alguien aunque solo sea un día en la vida. Discretas camareras sustraídas de una serie de la BBC. Elección de los vinos. Carnes temblando de emoción ante la tarta. Si no surge del techo, al menos que apaguen las luces y aparezca rodeada de bengalas, qué menos ¿Qué canción sonará? Eso por lo visto ha sido borrado de la memoria de Amancio, era demasiado duro. Un dato oculto incluso a este narrador, que creía conocer todos sus entresijos.

 
Hablando de canciones, Amancio deja un momento el periódico sobre sus rodillas al rememorar la que le iban a preparar sus amigos. No la llegó a conocer del todo, pero solo imaginarlos componiéndola le ponía el vello de punta. Lo que no sabe nadie es que tuvo que sobornarlos a base de bien para que abandonasen el plan, costeándoles citas y productos abiertamente ilegales la noche de la despedida. O lo del Político con mayúsculas. Durante semanas se habló en casa de sus suegros del político que vendría acompañado de su esposa. Estaba casi confirmada su presencia ¿Dónde sentarlo? En la mesa principal sería demasiado evidente, pero sin duda había que buscar una bien cerquita. Como estará la cosa en España, que en ningún momento supo a qué partido pertenecía. Solo era importante su posición.

 
Ahora, por fin, todo está tranquilo. Amancio se recuesta en el asiento de su avión a diez mil metros de altura, acariciando el bolsillo de ese chaleco color turquesa que le encandiló y que se lleva como recuerdo de un día tan señalado. La boda es mañana. Demasiado lejos para él.
 
 
 
Publicado en el nº166 de la revista de humor on line "El Estafador", dedicado a  "Casarse".

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