Amancio sonríe mientras termina su café,
recuerda los preparativos de la boda. Las negociaciones y estrategias de sus
suegros a la hora de organizar las mesas para colocar convenientemente a sus
numerosos invitados. Dios Santo, aquello parecía un auténtico tablero de
ajedrez. En el fondo fueron momentos divertidos, qué duda cabe. O la elección
del recinto destinado a lo que ellos llamaban catering (cómo se enfadaba la futura suegra cuando él pronunciaba
palabras como convite o refresco; qué antiguo eres, exclamaba, tratando de apartar
de su memoria esos términos reminiscentes de épocas sin pamelas ni estilistas).
Amancio reconoce que la idea de la tarta que
bajaba del techo partió de su propia madre, mal que le pese. Ahí la suegra
estuvo correcta, aunque se subiera por las paredes. Qué angustioso el recuerdo
de alguien pronunciando sin sonrojo la palabra “limusina”, y qué alivio la
mañana que un primo segundo se ofreció a llevarlos en su reluciente Mercedes
2530u. Todo esto después de que cayese en manos de las más altas esferas de la
organización del enlace un presupuesto para llegar en helicóptero al lugar de
la celebración (por fortuna desestimado por falta de condiciones para el
aterrizaje) y de que solo problemas de agenda impidieran que un coche de
caballos lleno de tronío los sacara de la iglesia. Porque, claro, la ceremonia
estaba prevista por el rito católico apostólico romano. Las bromas de mal gusto
sobre curas y monjas, las observaciones mordaces sobre el Vaticano y aquel armazón
ideológico anticlerical, tan visceral como documentado, habían sido ya demolidos
mediante esa silenciosa labor de derribo a que la sociedad somete a las almas
distraídas o indecisas en cuanto la juventud comienza a abandonarlas. Ahora Amancio
recuerda, con cierto pesar, la poca gracia que a su novia le hizo la confesión
de que no paraba de imaginarla con la falda al viento y el liguero al aire
fustigando a los caballos: algo cambiaba, se escapaba, maduraba, se moría, se
transformaba, se pudría.
Asistir a otras bodas se convirtió en algo
habitual desde el anuncio de su compromiso, hecho que automáticamente le
reportó decenas de parientes besucones. Bodas de uno y otro lado. Bodas de vecinos
de alguien, de clientes, de proveedores, de hijos de compañeros de la mili, de
familiares insospechados (que le llevaron a plantearse si no serían falsos), de
amigos o hijos de amigos de alguien. Constituían verdaderas sesiones de
espionaje y, en muchos casos, tentaciones casi insoportables de sabotaje. Eran
objeto de milimétrico escrutinio, de burla, o motivo de una envidia que
enrojecía las caras a cambio de no traducirse en gritos y lamentos. Bolsos,
complementos, tacones, sombreros, fijador. Bailes y karaokes improvisados. Momentos
estelares en los que la gente ponía todo de su parte para divertirse y beber
hasta el límite temporal de la barra libre. Horas y más horas asintiendo y
sonriendo, sobando tópicos, conociendo gente. Sintiéndose observado y
observando con los párpados cada vez más cargados de plomo.
Una semana antes del casamiento llegó el
momento de probar los menús. Misión llevada a cabo por media familia sin casi
respirar, evitando eructos sobre la línea. Los platos en cuestión fueron convenientemente
fotografiados antes de hincarles el diente para prevenir malas jugadas, que ya
se sabe. Se repitió y se opinó mientras se tragaba. La suegra y la madre sentaron
sus respectivos traseros sobre el turbio recuerdo de ollas llenas de cocido y
fiambreras de macarrones. Todo será maravilloso: mousse de morcilla. Cascada de chocolate. Un cortador de jamón
impertérrito sirviendo pata negra mientras los señores quieran, igual que un
soldado firme ante el féretro de alguien temido por todos; dejando esa picante
sensación de poder dar órdenes a alguien aunque solo sea un día en la vida. Discretas
camareras sustraídas de una serie de la BBC. Elección de los vinos. Carnes
temblando de emoción ante la tarta. Si no surge del techo, al menos que apaguen
las luces y aparezca rodeada de bengalas, qué menos ¿Qué canción sonará? Eso
por lo visto ha sido borrado de la memoria de Amancio, era demasiado duro. Un
dato oculto incluso a este narrador, que creía conocer todos sus entresijos.
Hablando de canciones, Amancio deja un
momento el periódico sobre sus rodillas al rememorar la que le iban a preparar
sus amigos. No la llegó a conocer del todo, pero solo imaginarlos componiéndola
le ponía el vello de punta. Lo que no sabe nadie es que tuvo que sobornarlos a
base de bien para que abandonasen el plan, costeándoles citas y productos
abiertamente ilegales la noche de la despedida. O lo del Político con
mayúsculas. Durante semanas se habló en casa de sus suegros del político que
vendría acompañado de su esposa. Estaba casi confirmada su presencia ¿Dónde
sentarlo? En la mesa principal sería demasiado evidente, pero sin duda había
que buscar una bien cerquita. Como estará la cosa en España, que en ningún
momento supo a qué partido pertenecía. Solo era importante su posición.
Ahora, por fin, todo está tranquilo. Amancio
se recuesta en el asiento de su avión a diez mil metros de altura, acariciando
el bolsillo de ese chaleco color turquesa que le encandiló y que se lleva como
recuerdo de un día tan señalado. La boda es mañana. Demasiado lejos para él.
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