Son educados, atentos, saben escuchar.
Apenas te das cuenta cuando miran el reloj. Esperan a que termines de
desahogarte para hablar ellos, aguardando su turno con una sonrisa. Dicen
“gracias” continuamente. Alzan las cejas. Separan las manos. Hacen el amago de
abrir los brazos. No cuchichean entre ellos en tu presencia. Te hacen
partícipe, así de pronto, de una anécdota, sobrevolando puntualmente un
lenguaje más coloquial que deja entrever toda una mullida pradera de confianza
y complicidad. Pacientes y calmos, nunca se descomponen ni tuercen el gesto. Su
rostro jamás se crispa. Te van acompañando, solícitos, hasta el mismo borde del
precipicio.
20 febrero 2019
EL PRECIPICIO
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Juanfran molina microrrelatos
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