El juez y el fiscal aún no saben
con certeza que en pocos años lo serán. Librados por fin del colegio mayor,
comparten piso y estudian con ahínco. Ambos desean a la misma mujer, una
estudiante de matemáticas que a veces los visita y se divierte con sus maneras
protocolarias de repartirse la limpieza del cuarto de baño. El juez y el fiscal
preparan los exámenes finales de último curso de derecho sitiados por el seco
calor asfáltico de la ciudad. Deambulan por su apartamento en pantalón corto y
sin camisa. Golpean las paredes presos de la ansiedad. Piensan en su futuro
para darse ánimos y maldicen entre dientes los muebles antiguos y los
electrodomésticos agonizantes y abollados que tienen a su disposición. En
momentos de descanso, bajan suspirando en chanclas a comprar algo a la calle; ven
las tertulias políticas de la televisión con aire paternalista, y fuman
apostados en un largo balcón desconchado, observando el paso de los coches y a
la gente por las aceras. No sienten envidia por casi nadie, más bien pena y
cierto rechazo. La amiga matemática llega al piso a veces para tomar café y
hacer tiempo para cualquier otro menester. Ambos la desean entre cafés sin
demasiado ardor y con una pizca de despecho anidando en su interior. Son
felices estudiando, avanzando, aunque algo que está por venir, que crece poco a
poco en ellos, hace que lentamente se detesten. Toda la teoría que amasan y van
colocando en su cerebro conforma la llave que siempre les han mostrado tras la
vitrina, lo que siempre han deseado. Con el tiempo, toda esa masa será también
la base de sus certezas, de su desarrollo profesional. El escudo que absorberá
sin inmutarse los golpes de la realidad y la duda.
El juez y el fiscal, que aún no
saben que lo serán, no sienten más que estupor al observar cigarro en ristre el
triste espectáculo de sus vecinos de enfrente. Mayores, adictos a la televisión,
que nunca está apagada; sin libros ni periódicos, solo folletos publicitarios, floreros,
sillones y figuritas que seguramente huelen a polvo. Y un sofá, en el que se
hunden en pijama. Y unas persianas, que parecen dientes llenos de sarro, que se
levantan cada mañana ruidosas y cansinas, como un largo bostezo.
Pasan las semanas, se acercan los
últimos exámenes. La estudiante de matemáticas, cada vez más distanciada, se
comunica con ellos mediante anodinos y maternales mensajes de whatsapp, y ellos ríen y ni se hablan,
aunque en el fondo sueñan con empapelar algún día al chico con el que ha
comenzado a salir y, en momentos de tensión, con zancadillearse el uno al otro.
Se turnan en las tareas y se proveen de tabaco. Se observan cuando el otro no
mira. Se escapan un rato a algún botellón
ineludible y se muestran distantes, enumerándose los presuntos delitos que
pasan ante sus ojos en voz baja. Por encima de los cafés, a través de los
programas deportivos de radio, miran a los detestables vecinos de enfrente, que
tampoco parecen hablar nunca, siempre masticando y bebiendo algo, siempre con
la boca llena, siempre cambiando de canal, siempre en zapatillas antes de irse
a dormir.
El juez y el fiscal arden en
deseos de estrellar un huevo contra la persiana podrida de enfrente, pero no
terminan de atreverse. Una tarde, mientras el marido la levanta observan un
potente bíceps sobre el que destaca un siniestro tatuaje. Ya con los huevos
colocados cuidadosamente en una cajita sobre la mesilla del balcón, deciden
anular la operación por si, en caso de ser sorprendidos, la acción ajustada a
derecho de las fuerzas de seguridad llega después de la venganza física de
aquel energúmeno televisivo, trabajador manual sin duda embrutecido.
Ese temor los mantiene un par de
días ocultos y pensativos tras el toldo de su balcón. Pero el deseo febril y
acumulado termina por imponerse, así que deciden trazar un plan, no sin antes
sopesar pros y contras y valorar rutas de huida y coartadas. La emoción les
late en la garganta. Llaman a su amiga matemática y a su amigo para que les
acompañen en una breve celebración en casa tras el penúltimo examen. Cuando
llegan les muestran orgullosos y un poco fuera de sí los cartones de huevos,
les comunican su plan y todos actúan con rapidez, respirando superioridad mientras
trasiegan latas de cerveza. Lanzan huevos a víctimas indefensas e inofensivas
elegidas con precisión: un chico que arrastra una moto por la acerca, una
señora mayor que tira de un carrito de la compra, dos obreros, inmigrantes a su
parecer, que salen de un bar. Se contienen ante un tipo trajeado, pero al
observar arrugas en la chaqueta y en el cuello motivadas por el sudor le
arrojan otro. Tras cada lanzamiento se esconden, se echan al suelo riendo, beben
y gesticulan. Los damnificados se detienen en la acera y miran hacia la silenciosa
colmena de balcones. Cuando el semáforo de enfrente se pone en rojo, hacen puntería
sobre algún vehículo modesto justo cuando inicia la marcha, con excelentes
resultados. Para cuando la matemática y su amigo se muestran cansados de la
broma, el juez y el fiscal ya parecen estar completamente desatados. Por los
resquicios del toldo de su balcón proyectan huevos y trozos de plátano sin ton
ni son, y también se divierten estampándolos contra el suelo y los muebles. Dirigen
sus lanzamientos a los coches aparcados, hasta hacer saltar alguna alarma; tiran
sobre cualquier transeúnte; sobre la chica que acaba de salir de un portal; con
inmenso placer sobre la persiana podrida de enfrente, deseando ver aparecer el
tatuaje; y, finalmente, con toda violencia, sobre el coche de policía que se
detiene ante el tumulto de peatones que miran hacia arriba. Después, ante la
perplejidad que paraliza a sus invitados, el juez y el fiscal, que aún no saben
que lo serán, abandonan precipitadamente el piso dejándolos encerrados.
Una vez en la calle, mezclándose
entre el gentío de curiosos y presuntos agredidos, se dirigen educadamente a
los policías que miran hacia arriba y se presentan como inquilinos del 3º C,
mostrando una honda preocupación y gran extrañeza, y ofreciéndose a acompañar a
los agentes de la ley en caso de que vean conveniente echar un vistazo a su
piso, donde habían dejado a unos amigos, una pareja, estudiando. Mientras el
proyecto de fiscal se muestra compungido y colaborador, el futuro juez se
adelanta subrepticiamente para abrir la puerta del piso, instantes antes de que
la policía suba.
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