Puede que mostrarse abiertamente
en contra de la muerte a tiros de alguien en la calle - teniendo en cuenta que se
trataba de una mujer dedicada a la política, que era de un partido de derechas,
ostentaba innumerables cargos y daba la impresión de practicar alegremente el
nepotismo y el abuso de poder tan ampliamente asumidos por nuestra cultura-,
tenga un matiz excesivamente conservador, acaso melifluo, en esta España
bizarra y delirante que por minutos nos sorprende más. Arriesgándome a pecar de
eso, debo decir que el asesinato en León de Isabel Carrasco, presidenta de la Diputación de esa provincia, me
ha helado la sangre. Por lo visto, su asesina era miembro del mismo partido, y
el móvil responde a cuestiones personales, no sé hasta qué punto relacionadas
con su forma de actuar en política.
Lo sé, lo sé, en los tiempos que
corren, los que tratan de poner paz o al menos cierta mesura son rápidamente
calificados de cobardes o caricaturizados de blandengues y comodones. Puedes
ser visto como un pesado que le habla a las olas durante el temporal, evitando
mojarse los pies, o tal que un árbitro despistado que corre por el patio del
recreo, silbato en ristre, manoteando y pitando sin causar ningún efecto,
mientras todos se insultan, zahieren y pelean; gallardos y orgullos de su
legitimidad y compromiso, de defender con ahínco y valentía sus inamovibles
posiciones. Malos tiempos, cuando los depósitos de odio están tan llenos. Incluso
desde un punto de vista eminentemente práctico, no creo que las reacciones
violentas provocadas o apoyadas por los caudales de odio que circulan a nuestro
alrededor, aporten finalmente resultados positivos para el bien común.
Soluciones firmes a problemas tan enquistados de convivencia.
Y es que, convivir no es solo
dejar vivir, tolerarse. Convivir es actuar con la debida responsabilidad en los
actos de la vida; constituir de una vez ese avance armónico basado en unos
escrupulosos respeto y asunción de los derechos y obligaciones, mediante el
cual poder ser un trabajador rentable sin morir en el tajo o cobrar una
miseria, o ser un empresario imaginativo y ambicioso, pero también decente, un
usuario comedido o un político activo y honesto.
Da la impresión de que quien se
opone por principio al uso de la fuerza, al hecho de tomarse la justicia por su
mano, colabora activamente al mantenimiento de los privilegios de la casta
política. Y esto de casta sí es algo que ellos se han ganado a pulso con el
mayor de los descaros. Vivimos una sensación de círculo cerrado, de ambiente
viciado, irrespirable. Los mensajes se estrellan mustios contra nuestros oídos,
cada vez más parecidos a un muro ante los que resbala esa constante y acuosa
salsa de mentiras y excusas vanas. No se ven luces fiables al final del camino
porque el camino parece haber terminado y la fiabilidad de los políticos está
bajo mínimos, algo perfectamente demostrable. La desesperación está motivada
por eso mismo. Las cosas están mal y nadie parece de fiar, los discursos suenan
manidos, plomizos, imposibles de cambiar con algún tinte de verosimilitud; los
silencios huelen, los bancos y los poderosos de siempre manosean sin ninguna
fuerza moral que los ponga en su lugar desde los poderes públicos. La sociedad
se rompe en jirones y maldice a la vez que boquea.
Esta mañana, en la cafetería,
mientras iban apareciendo en la televisión más datos sobre el trágico suceso,
una señora me ha mirado diciendo: “Yo no me meto en estas cosas”. En ese
momento sentí una sacudida en todo el cuerpo; ha sido, sin duda, la frase que
más me ha impactado de entre todas las que he tenido la triste suerte de leer y
escuchar desde ayer. ¿Qué empuja a una persona normal a evitar pronunciarse
sobre el asesinato a sangre fría de un político, en este caso del PP? Hasta no
hace demasiado tiempo, un hecho así hubiese erizado la piel de cualquiera. Lo
razonable parecía ser que, ante la presencia de un político a todas luces
corrupto, que la oposición, los medios de comunicación o incluso los ciudadanos,
denunciasen su actitud, horadasen así su credibilidad, mostrasen su verdadera
cara, forzaran su dimisión; no esperar a que le disparen en la calle para
acusarlo veladamente de tenérselo merecido. Más allá del hecho de aplaudir o
mostrarse comprensivo con un asesinato hay algo larvado mucho más peligroso: la
sensación, cada vez más extendida por lo que veo, de que la única forma real de
que determinados sectores paguen de verdad sus excesos y desmanes sea con la
muerte o al menos tomándose cada cual la justicia por su mano. Es, sin duda, el
camino más corto hacia la barbarie.
Las redes sociales, esa múltiple
voz de la sociedad, ese avance armónico real constituido ya como subconsciente eternamente
crispado del pueblo español, es capaz de dejar en pañales la maquinaria de
manipulación que el político más experto y maquiavélico jamás se hubiera atrevido
a soñar; solo que, de heterogénea, dispara bilis inmediata en todas
direcciones. Practica el “y tú más” con más pasión que ningún político
chusquero, oculta subrepticiamente determinadas realidades o carga las tintas
sobre cualquier nimiedad que convenga a los intereses que defiende, con más
denuedo en ocasiones que los propios. Lugar ideal para desatar el morbo; lanzar
piedras entre el cierto anonimato del tumulto, pero para que te vean bien y se regodeen
los que te rodean; para hace bromas crueles matizadas (o no) de ironía y
procacidad, tratar de parecer justiciero, ideológicamente puro o desembalar
todo el cinismo que en la vida permanece en el armario. Lo único bueno es que
aún no está totalmente domada: las huestes de diversos bandos se cruzan y a veces
anulan con sus improperios, aunque en ocasiones la sensación de mezquindad se
puede recoger con los dedos.
Las acusaciones que apuntaron
inicial y apresuradamente a sectores opuestos o enfrentados a las políticas del
Gobierno, como desencadenantes de los hechos, denotan una mezquindad
nauseabunda. Aprovechan de la misma manera el suceso para alimentar sus
posiciones. Algo totalmente infame.
Así pues, muchos son los arribistas
que tratan de pescar en el río revuelto de ese cadáver tiroteado en un puente;
pero algo me dice que más de un bocazas, espoleado por la fiebre electoralista
de alimentar el odio de los suyos, o de los que cree suyos, en vez de tratar de
aportar a la situación un poco de buen juicio, va a patinar un poco después de
hoy.
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