Al ministro le esperaba una
mañana agitada, de esas que te llevan a empujones. Salió pronto de casa, con el
móvil pegado a la oreja, y saltó con agilidad al Mercedes Ficus - 2022 en el que su chófer esperaba. Durante el trayecto
no paró de contestar llamadas ni de leer las decenas de mensajes que recibía de
sus asesores. La Ley saldría adelante a cambio de un decreto posterior pensado
para allanar el camino en otras cuestiones al pequeño partido de la oposición
que le había brindado su apoyo. Cuestiones internas, decían: facilidades para
dar permisos, para legislar a su vez; nada de injerencias, posteriores apoyos
puntuales, etc. La lista de peticiones del otro partido que había puesto en
venta sus votos era bastante amplia y algo farragosa: puestos en comisiones,
cargos en ayuntamientos y diputaciones, etc. Uf, de nuevo había que
comprometerse a mirar para otro lado. El coche se detenía en los semáforos y el
ministro miraba a través de las lunas tintadas. No sentía demasiada curiosidad,
aunque sí experimentaba un acariciador placer procedente del pavor momentáneo
que le inundaba con solo imaginar que todo hubiese salido mal, con solo verse
durante un eterno segundo al volante del coche de la derecha. Su conductor
mostraba un rostro pensativo, somnoliento e inseguro, resignado a su suerte, o quizá
vengativo, o acaso decidido a bordear la ley, como tantos otros miles de moscas
que finalmente terminaban por caer, por hundirse y perderlo todo, llevándose
consigo otros muchos edificios de ilusiones formados por naipes siempre
expuestos a cualquier viento, capricho o revés. Movía los dedos dentro de los
zapatos de piel, se colocaba los calcetines, observaba sus rodillas de
practicante de footing empujando la
tela de los pantalones. Y acariciaba su reloj, gesto que le subyugaba. Este era
un placer prohibido. “No se te ocurra acariciarte ni mirar el reloj en
público”, le repetían sus asesores hasta la saciedad.
La negociación estaba resultando
ligeramente más dura de lo que esperaba, pero estaba seguro de que, hilando un
poco fino, se terminaría por contentar a todos los intervinientes. El mundo
avanza ¿no? Por otra parte, tampoco era algo tan extraño: simplemente se trataba
de un pacto de esos que la gente asume y la primera fuerza de la oposición
crítica pero se traga, al constituir una de las principales reglas del juego
por todos aceptadas. Luego se sucederían un rosario de pequeños pactos,
acuerdos, ventajas y guiños secretos que serían manejados con sigilo y
tranquilidad: para eso siempre había tiempo. Decidió mandar sin más demora que
le preparasen su intervención en la rueda de prensa sin preguntas prevista para
después de la votación de la Ley. “Este es un nuevo paso para nuestra
democracia”, había sido usado como inicio en las tres ocasiones anteriores. Su
esposa, que es un lince, se lo había dicho. Había que cambiar eso, por si
acaso, empezar con otra frase. Siempre hay gente avispada o con demasiado
tiempo libre.
Al llegar al colegio lanzó un
suspiro, se arregló la corbata y echó de menos unos gemelos que tenía terminantemente
prohibidos para este tipo de actos. Algunos curiosos apostados en la entrada
observaban su acceso al recinto sin excesivo entusiasmo, solo azuzados por la
curiosidad que siempre genera un coche de alta gama con los cristales tintados.
Como se estaba celebrando, en su víspera, el Día de la Patria, aceptó tomar el
pesado desayuno típico nacional que ya solo los campesinos conservaban, para lo
que tuvo que colgarse un babero gigante al cuello y mancharse los dedos de
grasa. Estrechó manos, besó, se carcajeó. Inundado de pronto por un espíritu
entre patriótico y comunitario, le dio por tomar las manos que le eran
ofrecidas con las dos suyas y apretarlas muy fuerte; le dio por apretar hombros
y estrechar antebrazos. También le dieron unas ganas de fumar que a duras penas
reprimió. Aunque mientras veía a los niños formando en el patio valoró
seriamente la posibilidad de largarse a fumar al baño, como solía hacer durante
los años de internado.
Mientras se mofaba por lo bajo de
sus antiguos maestros, subió con precaución la escalinata, saludó y tomó
asiento junto a la Delegada de Educación, la directora del centro afín y los diversos acompañantes en las incómodas sillas escolares, colocadas sobre una plataforma cuyo
aspecto consideró excesivamente provisional. Cruzó las piernas, se miró los
calcetines oscuros y los comparó inconscientemente con las medias de rejilla de
la afín directora. También se dedicó a
comparar y estudiar las insignias y chapas que todos llevaban jovialmente prendidas al
pecho. Un par de centenares de alumnos de los cursos inferiores ocupaban el
campo de fútbol. Sus ropas combinaban los colores de la bandera. Algunos
profesores diligentes, encabezados por el de educación física, los fueron
colocando de mayor a menor por cursos y, dentro de los mismos cursos, por
estatura. Parecían pequeños maniquís expectantes, emocionados y nerviosos. Una
vez colocados y firmes se produjo el silencio. Tras un carraspeo, una voz
anunció desde todos los altavoces del colegio que en unos instantes se
procedería a escuchar el himno nacional, interpretado por los niños allí formados.
Entonces, el ministro notó que alguien le tiraba del puño sin gemelos de la
camisa; y este y algunos de sus compañeros de tarima subieron graciosamente, con
gesto cómplice, como corriendo a escondidas, las escaleras. Todos reían, y
ellas se arreglaron el pelo que había volado al viento, al llegar al despacho de
la directora afín, situado en la segunda planta. Apostados ante un gran ventanal, tendrían
una visión excelente del mosaico de la bandera nacional que formaban los
alumnos, mientras estos cantaban, tiesos como velas. Desde allí, donde, situado
junto a una ventana lateral, un hombre con un chaleco con muchos bolsillos y
una cámara grande grababa el momento, para solaz de los padres que señalaban en
su dirección, arracimados como estaban detrás de una portería de fútbol oxidada y exenta
de red, se disimulaba lo circunstancial del expreso atuendo infantil decidido
para la ocasión: las camisetas demasiado grandes, antiguas, descoloridas, acaso
zurcidas, acaso disimulando, por estar puestas del revés, alguna marca
comercial. La sensación de ropa prestaba saltaba aquí y allá en las largas
filas.
La música del himno sonaba por
todos los altavoces, los niños cantaban ensimismados. La directora afín, la Delegada,
algunos de los acompañantes y el ministro, aún tenían estómago para comer algún
canapé y beber un vinito con gesto emocionado y cierta contención, dada la
presencia del cámara. Los mensajes se acumulaban en el móvil ministerial, que
echaba chispas y soltaba una breve y ridícula musiquilla cada tanto. El
ministro se disculpaba con la boca algo llena y miraba de reojo los mensajes
mientras todos sonreían y cabeceaban, solidarizándose con él por su ajetreada vida de
servidor público.
Algo más tarde, consiguió abandonar el recinto
tras saludar a la menor cantidad de padres posibles y espolvorear algunas
mentiras sobre las cabezas de los niños. Otra vez manos que se estrechan, besos,
sonrisas, felicitaciones al profesor de
educación física. El chófer olía a tabaco cuando abrió la puerta del coche, y él
volvió a sentir ganas de fumar. Le devoraban unos deseos incontenibles de salir
de allí y repantigarse en su despacho. De estar en familia, con su secretaria y sus
asesores, su café, su tableta, su brazo a torcer, la negociación, el acuerdo,
el nuevo paso de nuestra democracia, las palmadas, las quejas de los enemigos
de siempre, los pellizquitos de la prensa, la mano que da, la mano que toma, la
altura de miras y las reglas del juego.
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